Pactos de indiferencia social
Elvira Navarro
En una conferencia de Mariana Enríquez llamada Narrativa de terror que está colgada en Youtube, la autora habla de un cuento de Shirley Jackson, Los veraneantes, en el que una pareja de jubilados se va a una cabaña junto a un turístico lago y deciden quedarse más tiempo del habitual. Están advertidos de que no deben permanecer allí después del mes de marzo y, como no hacen caso, los lugareños terminan dejándoles sin gas, sin víveres, sin teléfono, sin automóvil. El cuento se lee como una metáfora de la vejez, de cómo nuestras sociedades rechazan a los ancianos. Cuando Enríquez lo menciona, lo hace para hablar de los pactos de indiferencia social, del blindaje de la sociedad ante sus vergüenzas, de lo que no se desea ver porque es horrible.
Mientras escuchaba a la escritora argentina, pensaba en las residencias de ancianos, en el abandono de tantos mayores en sitios que a menudo no reúnen ni las condiciones ni el personal suficiente. Los geriátricos fueron un auténtico relato de terror durante la pandemia, y ahora cae de nuevo el silencio sobre ellos, como si todo se hubiera solucionado con la vacunación y el problema no fuera el haberlos convertido en un negocio y lo que hacemos con las personas cuando, a decir nuestro, ya no sirven para nada. Ese silencio es asimismo un velo que corremos sobre lo que nos espera a nosotros, incluso sobre la muerte misma.
Hay otro pacto de indiferencia social que se ha puesto de manifiesto últimamente por el contraste entre las protestas y el dolor colectivo por el espantoso asesinato de Samuel Luiz y la casi indiferencia ante otro crimen atroz cometido poco antes, el de Younes Bilal. La muerte de Samuel, espectacularizada por el salvaje ensañamiento de sus verdugos, ha llegado en un momento en el que buena parte de la sociedad no está dispuesta a tolerar la homofobia. Ya no se reconoce en ella y la rechaza. Sin embargo, para que también haya ritos de dolor y la gente salga en masa a manifestarse por alguien como Younes Bilal, tendríamos que no tolerar el racismo, la pobreza y una frontera cerrada que impide la libre circulación de personas, convirtiendo el estrecho de Gibraltar o las costas canarias en un cementerio. El informe Frontera Sur que elabora anualmente la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía (APDHA) señala que 1.717 personas han muerto o desaparecido en su intento de llegar a España en 2020. Ese infame número revela una situación tan monstruosa que la sociedad prefiere obviarla. Younes Bilal, marroquí llegado hacía veinte años a España en busca de una vida mejor, representa en nuestro imaginario este crimen colectivo, y apartamos la mirada.
Hay pactos de indiferencia debido a cuestiones ideológicas; en estos casos no es la sociedad entera la que calla o niega, pero sí grupos amplios. Por ejemplo, cierta izquierda no reconoce que en Cuba hay una dictadura, y en la extrema derecha niegan los males del franquismo. Durante mucho tiempo, la Iglesia católica miró hacia otro lado ante el problema de la pederastia. En este tipo de indiferencia sectorial la ceguera es más cínica, pues no niegan lo invisibilizado, sino lo que está a la luz.
Los pactos de silencio son una de las formas más crueles y eficaces que tiene la sociedad de desatender a sus víctimas: simplemente no las ven. No existen. En sociedades como las nuestras, que se jactan de ser avanzadas y respetar los derechos humanos, son quizás nuestro mayor mal.