Contadme cuentos
Elvira Navarro
“No me cuentes cuentos”, decimos muchas veces tras escuchar algo inverosímil. “Contadme un cuento”, le decíamos a nuestros padres de niños. Esas dos expresiones muestran la paradoja de la ficción, de las mentiras que encierran una verdad. La verdad de las ficciones no se corresponde con ningún hecho, pero sí con el funcionamiento de las cosas, que a menudo también es paradójico, incluso inaprensible.
La ciencia se queda corta para explicar el mundo, pues sólo es capaz de alumbrar aquello que cae bajo su método. Dibuja una verdad cuyas condiciones de posibilidad ha establecido previamente, a menudo reducida a fórmulas (agua= H2O) que son indudablemente ciertas en nuestro universo de átomos (según la ciencia), y que al mismo tiempo parecen no decir nada sobre nuestra experiencia, no describir más que una estructura ajena a nuestra vivencia del agua.
La filosofía se encarga de pensar sobre las condiciones de posibilidad de la verdad, es decir, nos enseña cómo lo que creemos que es la verdad depende de lo que antes hemos establecido como tal. Esta disciplina implica pues una distancia con respecto al propio paradigma, y esa distancia es lo que permite no sólo la crítica sino también la autocrítica. Aunque Platón inaugure una tradición filosófica que va a desembocar en la Ilustración, que como sabemos privilegia la razón y lo científico, en ningún caso ese privilegiar es acrítico, y son los propios pensadores ilustrados los que enseguida señalan, muy rigurosamente, sus límites. Recordemos que Kant escribió un libro llamado Crítica de la razón pura, y que finalmente acabó postulando a Dios para poder sostener su sistema.
Occidente se proclama heredero de esta tradición. Nuestro paradigma es científico-técnico, y desdeñamos todo lo que suene a superchería. Sin embargo, esa forma de creer en lo que nosotros hemos instituido como verdad se acerca al mito. Decimos que no hay dioses, pero ponemos a la ciencia en el lugar de Dios. Muchos opinadores claman hoy por la vuelta a la Ilustración y a la razón como si esta perspectiva no hubiera sido, desde su nacimiento mismo, problemática y limitada.
Thomas Kuhn mostró en La estructura de las revoluciones científicas cómo el conocimiento que la ciencia de cada época produce no escapa a sus propias condiciones de posibilidad. A pesar de ello, las conclusiones, a menudo meramente hipotéticas, de ciertos descubrimientos se presentan como verdades, y nuestra actitud es como la de los niños cuando escuchan cuentos. Dejar a la ciencia las preguntas esenciales, que son las que conciernen al sentido de la existencia, es resignarse a respuestas pueriles, como la de reducirlo todo a la química cerebral.
En El origen de la obra de arte, Martin Heidegger lleva a cabo una impecable crítica al materialismo científico-técnico, el cual responde al deseo de apropiación del mundo por parte del ser humano, destruyendo el ser de las cosas, en verdad inaccesible, como el muy ilustrado Kant señaló: que la cosa en sí es incognoscible e inabordable.
J.M. Coetzee lleva a su personaje Elizabeth Costello en el libro homónimo a argumentar brillantemente sobre el absurdo de un experimento con simios. En 1917, el psicólogo Wolfgang Köhler publicó una monografía llamada La mentalidad de los simios en la que describía sus experimentos, consistentes en humanizar a unos monos para ver si su aprendizaje se parecía al de las personas. Llegó a la conclusión de que, mediante adiestramiento, eran capaces de resolver determinados problemas, aunque de forma no lineal. Con otras palabras: no descubrió apenas nada y, sobre todo, evidenció que la manera de plantear esos problemas era humana, y no animal. Es decir: que a través de un experimento diseñado por el hombre se entiende, ante todo, cómo funciona la mente del hombre, pero no la del simio. Añade Elizabeth Costello: “Eso es todo lo lejos que puede ir Köhler, pese a su compasión y a su inteligencia. Aquí es donde un poeta habría empezado y habría intentado vivir la experiencia del simio”.
Necesitamos historias que expliquen el mundo, ya que cargamos con una conciencia insidiosa que no para de hacer preguntas y desea saber. Estaría muy bien que asumiéramos que todo lo que nos contamos para tratar de entender lo que nos rodea siempre está limitado por nuestras propias condiciones de aprehensión de lo real, y que hasta la ciencia puede tener mucho de cuento.