Hogar de trabajo
Elvira Navarro
Dos eran los dioses que cuidaban la casa en la antigua Grecia: Hestia, personificación del fuego del hogar, que velaba por el interior y lo profundo, y Hermes, el dios mensajero, de las fronteras, los viajeros y el comercio, que custodiaba el exterior. La mitología describe también a Hermes como el dios de la astucia y de los ladrones; se sobreentiende pues que el estar afuera y mezclarse con el mundo conlleva irremediablemente tender trampas, hipocresías y picarescas. Por el contrario, la inmaculada Hestia, que apenas salía del Olimpo ni interfería en los asuntos de los demás, ni siquiera quiso casarse para evitar disputas entre los dioses. Como agradecimiento, Zeus le dio la primera víctima de los sacrificios públicos y los lugares preeminente de todos los hogares. Se dice asimismo que fue esta diosa quien estableció cómo había de construirse una casa. Si le damos a su periplo un valor metafórico, podría concluirse que un hogar es, en primer lugar, un espacio de paz, libre de conflictos, que se logra, como Hestia, a base de no salir de la propia morada, lo cual alberga un sentido espiritual: no traicionar el ser propio. Y sea como sea, todos entendemos que el hogar es ese sitio donde nos retiramos a descansar, a estar tranquilos, a atender a las necesidades del cuerpo y a disfrutar de lo que la intimidad procura.
Hasta hace poco, los lugares estaban bien diferenciados. Un espacio público jamás se situaba en el interior de ninguna casa, y si queríamos leer una carta o consultar algún documento personal, no lo podíamos hacer desde una plaza, pues los papeles estaban guardados en nuestro escritorio y el cartero nos dejaba la carta en el buzón. Quien trabajaba, se iba a la oficina, a la obra, al campo o a la fábrica, y sólo algunas profesiones liberales se ejercían desde casa, como las consultas de los médicos o los practicantes en los pueblos. En ese caso, la consulta, el despacho o lo que fuera, estaba al principio de la vivienda, bien separado y delimitado.
Ahora, en cambio, lo público y lo privado ya no están definidos por el espacio: la televisión, la radio o internet nos traen, a veces hasta el aturdimiento y la náusea, todo el afuera a nuestro salón, incluso a nuestro dormitorio, desde donde podemos participar en una acalorada discusión en esa plaza pública que son las redes sociales justo antes de irnos a dormir. También sucede al contrario: es posible revisar una factura o leer una carta de amor adjuntada en un e-mail desde nuestro móvil en mitad de la Gran Vía.
Cuando no se limita el espacio, tampoco se le ponen límites a su hermano gemelo, el tiempo. Participé hace unas semanas en el festival histórico-literario Literatura y Movimiento Obrero, donde se habló de cómo el teletrabajo, que no lo inauguró la pandemia, impide restringir los requerimientos del jefe o la empresa, pues no hay ya una hora de salida del curro donde al fin se apaga el ordenador y se vuelve a casa a descansar. Hermes y Hestia están ahora juntos y revueltos, pisándose las competencias y anulándose. El resultado es que no hay profundidad en la retirada —continuamente consultamos en el móvil el aluvión de asuntos públicos o de trabajo—, y tampoco en el exterior, del que nos refugiamos acudiendo a tal o cual vicisitud personal. Los dioses ya no pueden desplegar todo su poder, parecen haberse quedado sin espacio y sin tiempo, o reducidos al espacio y al tiempo posibilitados por la pantalla de un ordenador: pequeño, diseñado para cambiar de asunto rápidamente y dar cabida a los cantos de sirenas.