El culto al cuerpo y el impulso antivital

Elvira Navarro

Elvira Navarro

En la parte alta de la estación de Chamartín han abierto un dantesco gimnasio de más de 8.300 metros cuadrados. He visto algunas fotografías y me ha dado miedo. Bajo una cúpula metálica gigante, como la iglesia de una nave espacial, se disponen cientos de aparatitos feos que no me llevan a pensar en alegres endorfinas, sino en el soma, la droga que toman los personajes de Un mundo feliz. En la célebre y cada vez más profética novela de Aldous Huxley, la felicidad se alcanza, entre otras cosas, a base de atiborrarse de soma a poco que asome un atisbo de tristeza o un pensamiento negativo. El soma es una droga que impide sufrir. En la distopía huxleyana, los habitantes viven entregados a un ocio absurdo e idiotizante, vinculado siempre al consumo y a la adquisición de complementos. No hay guerras, ni hambre, ni dolor, ni depresiones, ni pobreza. Y aunque esto último pueda parecer bueno, se paga un precio por ello: la eliminación del pensamiento, del entendimiento de la propia condición y de la posibilidad de elaborar un sentido y una vida distintos a los impuestos por el poder. En consecuencia, en el mundo feliz no hay filosofía, ni arte, ni poesía, ni religión porque resultan incomprensibles. Tampoco hay familias; los niños vienen al mundo en una suerte de macrogranjas humanas, y su destino es el mismo que el de los miles de millones de pollos, cerdos, terneras o pavos que, hoy en día, sólo nacen y engordan para que nos los comamos. Estos “humanos” son, desde su misma concepción, desposeídos de su potencia vital para convertirse en piezas perfectas de un entramado aterrador.

En este libro, el deporte es un pilar fundamental para la alienación y el control social, pues supone un entretenimiento casi permanente y masivo, una herramienta inmejorable no sólo para la estupidización, sino también para el consumo. Y es que, si se quiere practicarlo, hay que contar con los artefactos adecuados. Sin consumo no hay paraíso.

Nuestro mundo todavía no tiene una droga tan sofisticada como el soma, pero sí gimnasios y tiendas de Decathlon en abundancia. También mucha gente dispuesta a parecer que va a subir el Everest cuando camina por una pista forestal que no requiere palos ni ningún equipamiento especial, salvo unas zapatillas de deporte y una ropa cómoda. Comprar una bici para dar unos paseítos conlleva ataviarse como si se fuera a participar en el tour de Francia, y presentarse en la piscina con el bikini de la playa es dar el cante entre bañadores escrupulosamente deportivos.

Como lo que sí tenemos aún es tristeza, pensamientos negativos y dudas a mares, podemos elaborar hipótesis de por qué hay cada vez más fiebre deportiva. La mía, y sin negar que siempre hay quienes saben sacarle el buen jugo, el vital, a la bici, la escalada, la natación o a lo que sea, es que detrás de toda esa fiebre hay miedo. Las personas deportistas no son tantas, y hay una mayoría que se fustiga en esas máquinas feas y aburridas, con sus estresantes contadores de kilómetros y calorías, por temores diversos. La mayor parte de la gente que conozco apuntada a gimnasios reconoce sentirse gorda, no soportar que se le descuelguen la tripa y el culo por no ser ya joven, tener ansiedad o querer evitar que le dé un paro cardiaco o un cáncer debido al sedentarismo, ya que eso es lo que les ha dicho su médico o la OMS. La práctica obligada y hasta culpable de algún tipo de deporte va a veces acompañada de dietas muy restrictivas, y quienes las siguen a menudo son expertos en lo mal que sientan tales o cuales alimentos, aunque a ellos no les siente mal y aunque no sean nutricionistas. Pero el gurú de la dieta que les salvará de todos los tumores les ha convencido de las consecuencias devastadoras de tomarse un vaso de leche, incluso aunque no se sufra de intolerancia a la lactosa.

Vivimos con un miedo permanente a no ser aceptados por los demás, y también a morir. Son miedos muy comprensibles, qué duda cabe: cuando no los tengamos, será porque el mundo de Huxley haya dejado de ser una ficción o porque estemos de verdad muertos. Para el miedo a la muerte y las desgracias de este mundo antes estaba Dios. La gente iba regularmente al templo, rezaba y hacía los rituales que consideraba garantes de su salvación. Hoy vamos al gimnasio y, si nuestro miedo es lo suficientemente poderoso, a veces seguimos la dieta paleolítica o la que mejor se adapte a nuestro pánico. Y sí, no es nada nuevo esto que estoy señalando del deporte como religión y/o como herramienta de control social (Un mundo feliz se publicó en 1932). Lo que sí me llama la atención es lo poco conscientes que somos de que es el miedo lo que nos dirige y, por tanto, lo único que al final alimentamos.

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