Sobre nuestra falta de corazón

Elvira Navarro

Elvira Navarro

Unos meses atrás vi un video que circulaba por las redes sociales en el que una mujer se encontraba con una abeja en su jardín. No estaba allí de flor en flor, sino quieta, sin marcharse a otros jardines para seguir libando el néctar y recogiendo el polen. La mujer se dio cuenta de que a la abeja le pasaba algo. Le acercó la mano con alimento —¿quizás con azúcar?, ya no lo recuerdo—, y el animalito reconoció aquel gesto amigo y no le picó. Metió a la abeja en casa. Estaba muriéndose, pero aún resistió un tiempo más gracias a los cuidados de aquella señora, que se encargó de darle de comer durante sus últimos días, y de tenerla a ratos en su mano, donde la abejita se quedaba dormida. Finalmente murió. Lo hizo bien cobijada. El video era hermosísimo, y sorprendía además la inteligencia de la abeja, al menos a quienes sólo hemos visto abejas en paseos por el campo y sabemos poco o nada sobre ellas.

Hace unos días saltó a la prensa el repugnante e intolerable maltrato a unos animales por parte de una empresa dedicada al ensayo para productos farmacéuticos, biocidas, fitosanitarios o cosméticos, Vivotecnia. La organización Cruelty Free International (CFI) difundió un video del que yo sólo vi algunas imágenes terribles, absolutamente espantosas, de tortura pura y dura a perros, cerdos, monos. El sufrimiento y el desamparo de los animales era dolorosísimo. Aquellas imágenes, que hubiera preferido no ver, me arruinaron el día y me hicieron reflexionar y tener sentimientos verdaderamente malos hacia quienes hacen ese daño a seres con capacidad de sentir y cuyo sufrimiento puede ser atroz; que quizás hasta poseen una conciencia que los humanos no entendemos o no sabemos ver, aunque sé que decir esto último es muy arriesgado. Sin embargo, no es arriesgado afirmar que todos hemos tenido trato con perros, aunque sea superficialmente. Sabemos de sobra cuánta nobleza, amor e inteligencia hay en un can, y por eso a mucha gente le partió el alma ver aquello.

Mi manera de consolarme fue rebajar a esos maltratadores, que no merecen el nombren de investigadores, a la categoría de psicópatas o de degenerados morales. Pero sabía que eso no era más que un consuelo. Puede que alguno, o alguna, tenga efectivamente una tara sentimental y moral seria, si bien lo más probable es que la instrumentalización de los animales los haya vuelto insensibles a su dolor e incapaces de ver lo que son y lo que ellos les están haciendo y, por tanto, incapaces también de valorarlo desde el punto de vista ético. Dicho de otro modo: es más que probable que los torturadores sean como todos nosotros, gente corriente que no nos enteramos del mal que hacemos, que miramos impasibles cómo miles de personas malviven en campos de refugiados o pierden la vida atravesando el Estrecho. Al parecer a todos nosotros, gente corriente, si se nos fomenta lo suficiente el odio al otro, no nos cuesta nada deshumanizarlo y aniquilarlo en campos de concentración. Y si entre nosotros nos exterminamos con la mayor crueldad, ¿qué no seremos capaces de hacer al resto de los seres y al planeta entero?

Hay quien argumenta que el daño a los animales es un mal menor por no poder equiparárseles con los humanos. Los animales, dicen, son seres inferiores. Su organismo es menos complejo, sin conciencia o alma. Es un argumento terriblemente pobre desde el punto de vista ético, porque se apoya en una suerte de meritocracia evolutiva, como si el buen trato lo merecieran sólo los seres a los que acostumbramos a llamar “superiores”, categorización, por otra parte, que no es más que un juicio de valor producido por nuestro entendimiento, no absoluto, sino falible y relativo.

El bien siempre debe procurarse. No es un premio para especies evolucionadas ni para clases o supuestas razas superiores. No es algo de lo que deba privarse a nadie ni a nada. Hay principios que nos hacen humanos y que coinciden con un sentido amplio, que todos entendemos, de lo que es hacer el bien: cuidar al otro, a la fauna y a la flora, al planeta. El video de la abeja al que me he referido antes conmueve especialmente porque la mujer es capaz de darse cuenta de lo que le está pasando a un insecto y de darle afecto. “Ama al prójimo como a ti mismo” es una máxima incuestionable, pues ningún mal se puede derivar de ella, y apela al corazón. No es en la inteligencia, sino en el corazón, donde está nuestra grandeza. Y en la falta de él, nuestra miseria.

Elizabeth Costello, el personaje inventado por J. M. Coetzee, probablemente el escritor vivo que con más hondura y pertinencia retrata los males de nuestro tiempo, razona en el libro homónimo a propósito del trato que le dispensamos a los animales de la siguiente manera: «La pregunta a hacerse sería: ¿tenemos algo en común (razón, autoconciencia, alma) con el resto de los animales? (Con el corolario de que, de no ser así, entonces tenemos derecho a tratarlos como queramos, a encarcelarlos, a matarlos y a deshonrar sus cadáveres.) Regreso a los campos de exterminio. El horror específico de los campos de exterminio, el horror que nos convence de que lo que pasó allí fue un crimen contra la humanidad, no es que los asesinos trataran a sus víctimas como a piojos a pesar de que compartían con ellas la condición humana. Eso también es abstracto. El horror es que los asesinos se negaran a pensarse a sí mismos en el lugar de sus víctimas, igual que el resto del mundo. La gente dijo: “Son ellos los que pasan en esos vagones de ganado”. La gente no dijo: “¿Cómo sería si yo fuera en ese vagón de ganado? (…) En otras palabras: cerraron los corazones. El corazón es la sede de una facultad, la compasión, que a veces nos permite compartir el ser ajeno».

Pero así seguimos a pesar del horror de los campos de concentración: miserables a causa de nuestros corazones cerrados.

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