Arte y protesta

Elvira Navarro

Elvira Navarro

Hace poco la editorial Acantilado publicó una selección de cien entrevistas de 'The Paris Review' a quienes hoy en día son canon literario del siglo XX (bueno, canon anglosajón mayormente): Forster, Hemingway, Faulkner, Eliot, Pound, Auden, Lowell, Dinesen, Welty, Bishop, Pasternak, Frost, Céline, Simenon, Borges, Kerouac, Wilder, Carver, Cortázar, Kundera, Walcott, Yourcenar, Márquez, Murdoch, Atwood, Gordimer, DeLillo, Sontag, McEwan, Auster, Murakami, Rushdie, Eco o Marías. Voy picoteando como un pájaro feliz por estos retratos, cuyo planteamiento es enormemente cáustico, lo que resulta chocante para el lector español, acostumbrado a que, cuando se entrevista a una vaca sagrada, y debido a la reverencia que aquí despierta la “autoridad”, rara vez se ponga al entrevistado en un brete. Así, a E.M. Forster le sacan a relucir algunas malas críticas a sus obras. Los finales son demasiado desvaídos, le reprochan, y los cambios de los personajes resultan abruptos y no se hacen creíbles. A Graham Greene, que acaba de estrenar su primera obra de teatro y es una celebridad mundial, le acusan de hacer diálogos más apropiados para una novela que para teatro, y sobre todo de ser feliz, usando aviesamente una cita de El revés de la trama. “Señálame al hombre feliz y yo te señalaré sumo egoísmo, maldad o, si no, una absoluta ignorancia”, hace Greene decir a su personaje Scobie. “Lo que nos sorprende es que parece usted mucho más feliz de lo que esperábamos”, le sueltan a continuación los entrevistadores al escritor, y alegan como prueba los setenta y dos botellines de whisky en miniatura, la expresión satisfecha de su cara y la atmósfera confortable de la casa en la que vive. Más allá de si semejantes observaciones son malvadas, estúpidas o ambas cosas, lo llamativo es que este abordaje obedece a una idea de la buena entrevista inseparable de un espíritu crítico, lo que es de agradecer aunque sólo sea porque obliga al entrevistado a hilar fino. O a mandar a la mierda a los de “The Paris Review”, que es lo que hace Greene. A propósito de esto, en la entrevista a E. M. Forster hay una respuesta sencilla y atinada a la hora de neutralizar el modus operandi habitual de los críticos literarios, quien según él no abandonan una perspectiva que no coincide con la del creador: “La paternal expectativa de tantos críticos de mostrar cuánto deja atrás un escritor o cuánto se renueva en la medida en que avanza me parece un desatino. Yo sólo tengo interés como productor”. La observación sirve no sólo para las objeciones literarias, sino también para las que están llenas de moralina, como las que soportó Greene.

Las entrevistas recogen, cómo no, el espíritu de la época a la que pertenecen. Por ejemplo, hay descripciones del entorno de los autores que no se desligan de la reverencia ante la alta cultura. También hay racismo, como en el diálogo con Ralph Ellison en 1955, autor negro que ganó el National Book Award con El hombre invisible (novela apenas conocida en España y que puede encontrarse en Debolsillo). Ellison ha de demostrar continuamente que lo que él escribe puede ser universal. “¿No es difícil para el autor negro escapar al provincianismo, teniendo en cuenta que su literatura sólo refleja a una minoría?”, le preguntan, lo que nos lleva de cabeza al momento actual. Y es que, de aquellos polvos, estos lodos. La entrevista a Ellison es especialmente sustanciosa porque el autor argumenta con brillantez sobre algunas cuestiones que siempre están en el debate literario, como la relación entre el arte y la protesta, dicotomía que sólo puede sostenerse obviando la literatura misma, como bien señala Ellison. “¿Considera su novela una obra puramente literaria, más que enmarcado en la tradición de la protesta social?”. El autor responde: “Yo no establezco una dicotomía entre arte y protesta. Memorias del subsuelo, de Dostoievski, es entre otras cosas una protesta contra las limitaciones del racionalismo decimonónico. Tanto el Quijote como La condición humana, Edipo rey o El proceso son libros que expresan algún tipo de protesta, incluso contra las limitaciones de la propia vida humana. Si la protesta social es la antítesis del arte, ¿cómo habría que interpretar a Goya, Dickens o Twain?”.

Una de las conclusiones que pueden sacarse de estas entrevistas es que los debates culturales son siempre los mismos a pesar de que ya están resueltos, y no desde la teoría, sino desde la práctica. Se plantean desde dualismos que tergiversan la cuestión hasta, a veces, hacernos creer que las dos posiciones en disputa son irreconciliables y que la razón reside en una de ellas (lo mismo que sucede con la polarización del debate público, por cierto). Las premisas falsas funcionan como si fueran ciertas, y la pregunta que cabe hacerse es a qué intereses sirven. Desde luego, no a los del arte. 

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