Gritos

Elvira Navarro

Elvira Navarro

La Morcuera y Canencia son dos puertos de montaña de la sierra madrileña. Se puede de ir de uno a otro a pie a través de un camino, y hay algunos cortafuegos que permiten salirse de la ruta y llegar a lo alto, adonde a la vegetación le cuesta arraigar por las temperaturas extremas y la escasez de agua en estado líquido —sólo crecen arbustos duros, como los piornos—. En Canencia, sin embargo, algunos pinos han logrado prosperar casi en las cimas. Son pinos albares con formas extrañas, retorcidas, con ramas semejantes a brazos, piernas o torsos, como los exvotos de cera de las iglesias a los pies de alguna virgen o santo. Ese retorcimiento de los árboles parece un grito de soledad y penuria: las ramas hablan del continuo viento que las azota. Llegar hasta esos pinos es descubrir un mundo sombrío donde la muerte está a la vista.

Hace un par de fines de semana, al pararme frente a esos árboles en una excursión, recordé el arranque de un cuento de Edgar Allan Poe, La caída de la casa Usher, donde la visión del paraje produce en el narrador “un abatimiento, un malestar del corazón, una irremediable tristeza mental que ningún acicate de la imaginación podía desviar hacia forma alguna de lo sublime”, y por lo cual concluye que “hay, fuera de toda duda, combinaciones de simplísimos objetos naturales que tienen el poder de afectarnos así, el análisis de este poder se encuentra aún entre las consideraciones que están más allá de nuestro alcance”. En el célebre relato, el narrador no acude por su propio pie a aquel paraje, sino que es llamado por su amigo y propietario de la casa, Roderick Usher, quien, enfermo, le ha pedido que vaya para procurarle algún alivio a su mal. El joven caballero que trata de socorrer a su amigo es como un médico del alma. Sólo viaja a aquella región para ayudar a hacerla menos sombría —el paisaje funciona como un reflejo del estado físico y mental de Usher—. Me acordé precisamente de La caída de la casa Usher delante de aquellos pinos porque tuve la impresión de que sus formas retorcidas me decían que debía haber un motivo lo suficientemente justificado como para que yo estuviera allí. También recordé un libro luminoso, Has cubierto mi desnudez, de Anne Lécu, una religiosa dominica, escritora y médica que trabaja en una cárcel francesa de máxima seguridad. Lécu hace un análisis del significado de las túnicas en la Biblia: sirven para cubrir cuanto nos sonroja, que no es obviamente la desnudez física, sino el juicio condenatorio de los demás. A este respecto, habla de guardar los secretos, de no desvelarlos, pues sólo Dios puede no juzgar para salvar, poniéndose en el lugar de los condenados. Mi presencia allí, la mía y la de otros domingueros mirando aquellos pinos albares que no habían crecido rectos como sus hermanos, sino torcidos, imitando al matorral para generar un microclima con el que protegerse de las inclemencias de las alturas, tenía algo obsceno. Estábamos penetrando en un lugar antaño inviolado, o casi. Parecíamos descubrir un secreto dolorosamente guardado. Descubrirlo por pura frivolidad, para pasar el fin de semana.

Es inevitable que la presión demográfica en Madrid conlleve la modificación de todo el entorno, y más aún con la pandemia y sus absurdas medidas de parques urbanos cerrados e interiores de bares abiertos. Los bosques se están transformando aceleradamente en parques, y las sagradas y misteriosas cumbres de las montañas están dejando de recordar a Dios, o a los dioses, para convertirse en hitos de la aplicación de contar pasos y quemar calorías que nos hemos instalado en el móvil. Y la pena es que ni siquiera cuidamos lo que transformamos en zona recreativa. Nadie recoge las mascarillas tiradas, no se ponen más guardas forestales para evitar incendios. Las carreteras de la sierra se atascan como si fueran la M-30. Yo vivo en Alcobendas, muy cerca de la Dehesa Boyal de San Sebastián de los Reyes, cada vez más erosionada por las hordas de ciclistas y, en general, por nuestra obsesión con el deporte y la vida sana, como si hacer kilómetros estúpidamente ataviados con ropa de Decathlon fuera a salvarnos a todos de la muerte. Tanto la Dehesa Boyal como otros parajes cercanos que los madrileños infestamos los fines de semana están llenos de cientos de miles de ramas quebradas por la nevada que supondrán un peligro añadido a los incendios del verano, al que llegarán secas y listas para arder, por no hablar de los árboles heridos, en riesgo de enfermar y morir. Pero de momento no parecen estar poniéndose los medios adecuados para recoger las ramas y podar.

Les digo cómo termina la casa Usher a quienes no se hayan leído el cuento, y se lo recuerdo a quienes lo hayan hecho: cayéndose. Desapareciendo para siempre. “¡Insensato!”, había gritado antes su desdichado dueño.

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