Romanticismo

Elvira Navarro

Elvira Navarro

Entré a un bar para tomar un café mientras llamaba por teléfono a una empresa de mensajería que me había extraviado un pedido. Me apoyé en la barra. A un par de metros había un hombre que me miraba. Su interés aumentó cuando confirmé mi dirección a los mensajeros. Tras colgar, el tipo se sentó a mi lado y me miró con más intensidad aún. Tuve miedo. Era joven y guapo. Su cabello oscilaba entre castaño y rojizo, y llevaba una perilla. Supe que su mirada iba a estar ahí aunque fuese rechazada. Bebí mi café y me fui.

Dos días más tarde quedé con un amigo en la plaza de España para ir al cine. A la altura de Guardias de Corps, alguien que había caminado un rato detrás de mí dijo:

—María.

No me detuve, pues no me llamo María.

—María —volvió a decir. Puso su mano sobre mi hombro. Me giré. Se trataba del hombre que se había sentado a mi lado en el bar. Estaba perplejo ante la evidencia de que yo no era María. Se disculpó. Seguí mi camino. A los cinco minutos, lo volví a tener pegado a la espalda.

—María —repitió. Apreté el paso. El hombre se mantuvo en sus trece, llamándome María y a un metro de distancia. Llegué a la plaza de España con él. Mi amigo no estaba. Me detuve.  De nuevo, el hombre comprobó que yo no era María. Sin embargo, no se movió. Estaba ofuscado. Permanecimos un largo rato mirándonos, en silencio. Finalmente le dije:

—No soy María.

—Lo sé —respondió. Dejé de temerle. Había en él un desparpajo asombroso. No estaba avergonzado, ni parecía sentirse culpable por haberme asustado.

—Te pareces a ella —dijo—. Vive en tu mismo bloque; no es la primera vez que os confundo. ¿La conoces?

—No —respondí.

Se mostró desilusionado. Al hecho de que yo no la conociera se sumaba, supongo, la creciente diferencia entre María y yo. Me dijo secamente:

 —Es normal que no la conozcas; pasa casi todo el día fuera.

—Ya —contesté. El hombre se sentó en el poyo de la fuente, sin ninguna intención de marcharse. Le dije:

—¿Qué quieres de mí? Ya has visto que no soy María.

Me miró con tranquilidad.

—No quiero nada —respondió—. Simplemente estoy aquí sentado. Puedes cambiarte de sitio si te molesto.

Me senté junto a él y encendí un cigarro. Esperé. Empezaba a intrigarme su ausencia de límites. Deseé indagar sobre la tal María, pero mi amigo apareció enseguida y me fui.

Tres días después lo vi por última vez. Estaba en el bar de la esquina de mi casa, sentado junto a la ventana. Entré.

—Hola —me dijo.

Me senté junto a él y pedí una cerveza.

—¿Te molesto? —pregunté.

—No. Aunque si te pones un poco hacia la derecha, mejor.

Desplacé mi banqueta.

—¿Qué haces? —le pregunté, a sabiendas de que estaba al acecho de María. Como era de esperar, no tuvo problema en reconocerlo.

—Espío —dijo.

—¿Y no te parece mal?

—No —contestó.

—Tal vez la estés asustando.

—Lo sé, pero no voy a hacerle nada. Sólo quiero verla.

Hablaba sin apartar la vista de la ventana, sobresaltándose levemente cada vez que pasaba una mujer. Pensé que era fácil confundirse. La gente caminaba veloz. Bebí unos cuantos sorbos de cerveza.

—¿Nunca intentas hablarle? —pregunté.

—Lo he intentado varias veces, pero me tiene tanto miedo que he acabado por compadecerme. Ahora sólo la miro. Procuro que ella no me vea. No quiero asustarla.

Era obvio que mentía.

—Cuando me confundiste con ella, no sólo me miraste —le dije.

El hombre volvió a fijar su atención en la calle. Contestó:

—A veces me dan arrebatos. De todas maneras sólo la abordo en sitios públicos.

Observé el suelo sucio de servilletas. Luego volví a la carga.

—¿Cómo la conociste? —pregunté.

—¿Por qué te interesa? —me respondió. Sin embargo, sus ojos chispearon. Cualquier oportunidad de materializar a María debía ser aprovechada. Me dijo:

—Fue una tarde, en un café de la calle de Ruiz esquina con Divino Pastor. ¿Sabes cuál es?

Afirmé con la cabeza. Dije:

—Es un café muy bonito.

—Ella estaba en una mesa, junto a la ventana —prosiguió—. Lloraba. Había pedido una taza de chocolate con nata. Yo la miraba desde fuera y sentí ternura. Ella es delgada, bajita; más o menos como tú, aunque más dulce.

 » Entré. Le pedí permiso para sentarme junto a ella y le pregunté si podía ayudarla. Ella me contó lo que le pasaba. Durante seis meses, había estado con un hombre casado y esa tarde la acababa de dejar.

El hombre se calló. Bebió un trago de cerveza. Luego continuó:

—Hablamos largamente sobre él —dijo—. Intentamos averiguar si la había querido.  Le pregunté qué tipo de mensajes le enviaba al móvil, si la llamaba a menudo, si hacía todo lo posible por estar a su lado cuando tenía algún problema, si proyectaba dejar a su mujer. No concluimos gran cosa, la verdad. Ella sólo decía: a veces. Cuando agotamos el tema, la llevé a mi casa. Fue muy hermoso.

El hombre volvió a callarse.

—¿Y qué pasó luego? —pregunté.

—La llamé muchas veces. No quería quedar conmigo ni decirme dónde vivía. Conforme más la llamaba, más lo empeoraba. Durante un mes entero la llamé a todas horas. No volverla a ver me desesperaba. Ella se cambió de móvil y ya no me quedó ni eso, hasta que un día la vi y la seguí. Y aquí estoy.

—Quizás deberías entender que ese día ella necesitaba a alguien y ya está.

—Eso claro que lo entiendo, pero ¿qué tiene que ver? Lo que importa es que estoy enamorado.

No le pregunté nada más. Acabé mi cerveza y me fui. A los pocos días supe por el portero que la tal María, a quien nunca conocí, se había cambiado de piso porque un hombre la acosaba. Había puesto una denuncia. 

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