El invitado

Elvira Navarro

Elvira Navarro

Hacía tanto tiempo que nadie iba a su casa, que compraron como si no hubiera pandemia ni restricciones y fuesen a celebrar una comida con veinte personas. Sin embargo, sólo habían invitado a una. Su pareja cocinó una tortilla de patata y ella se fue a la calle en busca de alguna cosilla más para picar, así se lo dijo antes de salir, con tanta precaución que él le respondió:

—Acuérdate de que nuestro invitado come mucho.

Supo al instante que aquella frase le daba luz verde para comprar un poco más, quizás bastante más. Corrió a la panadería buena, donde había todo tipo de candeales y de panes con harinas exóticas, y luego a las variantes, y a la charcutería, y paró en una tienda de empanadas argentinas. También compró un vino caro. Volvió cargada de embutido, almendras fritas, encurtidos y empanadas, diciéndose que era una compra para más días, aunque mentalmente se imaginaba comiéndoselo todo en la comida, que se prolongaría durante horas: el invitado como excusa para un banquete romano que compensara todos aquellos meses sin restaurantes ni celebraciones, aquel rosario de almuerzos recatados para no engordar, pues ni con el deporte compensaba tantas horas con el culo en la silla por arte y gracia del teletrabajo.

Lo puso todo en platos pequeños, como si tal profusión se legitimara por estar servida en platitos en los que parecía que había poca cantidad, aunque de hecho había mucha y muy apelotonada para disimular. El invitado era prudente, y cuando vio todas esas viandas semejantes a rascacielos diminutos sobre una mesa donde cabían seis personas, tan sólo arqueó las cejas. La tortilla que había cocinado su pareja era la más grande que había hecho nunca, un coliseo de patata y huevo. Sirvieron el vino, brindaron, tomaron cada uno una aceituna, como si de repente les hubiera entrado miedo ante tanta comida.

El temor duró poco; muy pronto se lanzaron a aquellos manjares, que empezaron a compensar no sólo los meses de frugalidad, sino algo que no esperaban: se les había olvidado socializar.

¿De qué se hablaba? ¿De qué charlaban alegremente antes de la epidemia? Pasaron una media hora larga con frases y temas que se atascaban, que salían desvaídos o demasiado abruptos. Todo lo que decían sonaba improcedente, y como lo disimulaban engullendo y no recordaban hasta dónde podían tragar en un día de excesos, ocurrió lo que ella había considerado imposible: que las torrecitas de comida fueron desapareciendo. Incluso de la tortilla-coliseo no quedó nada. Estaban los tres rojos por el atracón, su pareja, el invitado y ella, y aunque las ventanas permanecían abiertas para que circulara el aire, sentían que se ahogaban. Ella se apenó del invitado, quien les había contado que en los aviones tomados en los últimos días, para los que había tenido que hacerse varias PCR —exactamente una por cada vuelo—, llevaba doble mascarilla y una visera de plástico, y que a ratos había creído que ya no le llegaba el oxígeno. Se había agobiado tanto que quiso arrancarse la FFP2 y la quirúrgica y aquel cacho de plástico. No lo hizo por miedo y porque sí entraba el aire, aunque no lo pareciera. Como ahora, pensó ella. No les cabía nada más en el estómago, pero descorchó un champán que también se acabaron.

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