Wagner, el visionario ambiental

Laura Furones

Laura Furones

Para poder sobrevivir en mentes, libros o diatribas, la Historia a menudo no tiene más remedio que simplificar (e incluso sesgar) la realidad. En el camino, se deja detalles que están lejos de serlo.

Richard Wagner dedicó una energía descomunal a escribir El anillo del nibelungo, acaso la empresa más ambiciosa que haya nacido jamás en el universo de la ópera. Cuando había escrito ya el texto completo (la música vendría más tarde), manifestó por carta a su gran confidente Franz Liszt que en la ópera estaba contenido “el comienzo del mundo y su destrucción”. Parte del resto es Historia: su tetralogía del Anillo marcaría un antes y un después en el género. Pero, más allá de lo artístico, lo que logró Wagner con esta obra fue convertirse en visionario. Estaba, nada menos que en 1853, anticipando esa destrucción del mundo irrefrenable, causada por una sola de los millones de especies que habita el planeta: la humana.

Tendría que pasar casi siglo y medio para que la Organización de las Naciones Unidas propusiera la Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro, hito que se suele asociar con el despertar medioambiental de conciencias. Por primera vez, más de un centenar de Jefes de Estado se reunían para hablar sobre cómo lograr un equilibrio que permitiera al ser humano coexistir con el planeta, y –sobre todo– a la inversa. El problema era nuestro, y nuestra debía ser la solución. Casi tres décadas más tarde, habitamos un planeta pandémico que, como Erda, la diosa de la Tierra de Wagner, nos alerta de lo que seguirá viniendo si no cambiamos el rumbo. Es una llamada a una humildad que parece resistírsenos: tampoco el dios Wotan la escucha en la ópera. La crisis climática ha empezado cebándose con los invisibles: los refugiados ambientales han sido, ante todo, desposeídos, habitantes de pequeñas islas que nadie ubica en el mapa. En nuestro privilegiado entorno, no hemos sentido demasiado cambio más allá de aparentes anécdotas. No lo son.

El canadiense Robert Carsen es conocido, sobre todo, como un notable director de escena. Siendo hijo de un gran filántropo de las artes, tal vez su camino estaba predeterminado tanto genética como educativamente. Algo le ha debido resonar todo lo anteriormente descrito, porque en su propuesta escénica del Anillo, que presentamos en el Teatro Real a ritmo de una ópera por temporada, nos muestra un mundo exhausto, inerte, vencido. Sobre el escenario están todos los personajes de Wagner, pero apenas hay vida. En las cinco horas que dura Siegfried, ópera que estrenamos este año, no hay atisbo de esperanza. Aunque asegura Carsen que no encuentra un particular gusto a ser agorero, afirma también que esta producción, concebida allá por el año 2000, nos apela hoy más acuciantemente que entonces. Como esos icebergs que se derriten sin remedio, es fácil intuir que lo que pudiera parecer una perspectiva post-apocalíptica del mundo no es sino una visión que, cada vez con más celeridad, se acerca a la realidad. Nos quedamos sin mañana, hoy.

Laura Furones es directora de Publicaciones, Actividades Culturales y Formación del Teatro Real.

Siegfried se representa en el Teatro Real desde el 13 de febrero al 14 de marzo.

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