El héroe de las mil caras

Elvira Navarro

Elvira Navarro

La editorial Atalanta rescató el pasado año un clásico, El héroe de las mil caras de Joseph Campbell, que describe el viaje iniciático del héroe, donde se acuña el término monomito para definir una estructura que se repite en mitos y relatos épicos de culturas muy diversas, y que ha sido y sigue siendo usada, a menudo de forma inconsciente, quiero decir, mimética, por quienes inventan historias. El monomito tiene un sentido trascendente. Asociamos la trascendencia con lo religioso y espiritual, pero ésta posee una dimensión más de andar por casa para quien no quiera irse tan lejos: ser capaz de ir más allá de uno mismo aquí y ahora, procurando que las cosas que hacemos sean útiles para todos. Y es que la condición de héroe se alcanza cuando lo logrado en el periplo es un bien para la comunidad.

El viaje del héroe no sólo ha servido a antropólogos y a estudiosos de la cultura. También se ha usado como herramienta de análisis de la propia vida, pues a menudo necesitamos de nuestra propia heroicidad para afrontarla.

Campbell muestra cómo ni siquiera los héroes actúan solos. Divide el viaje del héroe en varias etapas, y siempre hay ayudantes en las fundamentales. Cuando el héroe ha aceptado incluso morir y sobreviene la tan temida como ansiada liberación de este mundo, es el propio mundo quien va en busca del héroe, reconfortado por el olvido de todos los apegos y lógicamente tentado de no volver a ellos. Dice Campbell citando un texto védico: «¿Quién que haya abandonado el mundo querría volver a él? Lo que querrá siempre será estar en ese más allá». Y añade: «Y sin embargo, mientras uno siga vivo, la vida impondrá siempre esa llamada».

En estos días en los que se ha sumado a la epidemia un colofón de nieve en numerosas ciudades y pueblos, han aparecido muchos héroes entre la gente y pocos, poquísimos, por no decir ninguno, en la clase política, a la que ni siquiera se le pide que actúe con heroísmo, sino con sensatez y cumpliendo sus obligaciones, que es gobernar el país, las comunidades, las ciudades y pueblos, lo que implica cuidar de la ciudadanía y atreverse a tomar decisiones y a poner los medios para llevarlas a cabo. Mientras profesionales de la salud han caminado durante kilómetros en la nieve para poder hacer un trabajo esencial, y voluntarios con vehículos 4x4 han llevado a enfermos a los hospitales, las élites de este país, repartidas en todo el espectro político, se han dedicado, durante un año entero, a desoír a los expertos (a rechazar a los ayudantes), a repartir obscenamente los recursos con los que se contaban entre sus cuatro amigos, a preocuparse únicamente de su rédito político cuando han tenido que abordar el problema más escandaloso y vergonzante de toda la historia de nuestra democracia, el de la situación de los ancianos en las residencias, escurriendo el bulto o preocupándose sólo por que no crezca la cifra de muertes, nunca por las condiciones en las que muchos mayores viven. Los políticos se han dedicado asimismo a culpar a la ciudadanía y a figurar sólo por conveniencia.

El poder da una sensación de invulnerabilidad, como ese lugar fuera del mundo al que, según Campbell, llega el héroe. Sin embargo, señala el célebre mitólogo que se ha de volver al mundo y compartir el bien adquirido, el “elixir mágico”, para que el esfuerzo dé sus frutos. Pero ninguno de nuestros gobernantes parece estar dispuesto a abandonar su búnker, su parcelita de poder, donde se creen a salvo del mundo, por el cual no están dispuestos a hacer nada más que paripés, marketing. Hay a quienes la desafección por la política y las instituciones les parece peligrosa; a mí, sin embargo, me parece más peligroso seguir confiando en unas élites que han dejado de velar por todos nosotros y han destruido las instituciones. Si después de este agónico año donde la gestión ha sido un desastre seguimos confiando en los mismos (y hablo de todos los partidos), será porque, como sociedad, ya no tenemos remedio. Incluso aunque entre nosotros siga habiendo héroes.

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