¿Qué me pasa, doctora?

Elvira Navarro

Elvira Navarro

Cuando vi la bandera de España entre Neptuno y Colón pensé que todas esas luces habían sido compradas a los feriantes que ahora no pueden ir de feria, que eran bombillas de colores de todos los trenes de la bruja que llevan parados desde marzo, y de los cochecitos y los tiovivos y las montañas rusas. Eran asimismo las luces de una caseta abierta hasta el amanecer, y también las que se cuelgan en verano en tantos pueblos, en honor a sus patrones y a la santa cogorza. Me imaginé al mismo alcalde de nuestra ciudad querida yendo a por las bombillas, hablando con los dueños de las tómbolas ambulantes —“¡Qué escándalo, qué alboroto, otro perrito piloto!”—, con otros alcaldes de pueblos chiquitos con pocos recursos cuyas fiestas patronales no saben cuándo van a volver a celebrar. Eso sí que habría sido un auténtico gesto patriota, me dije, repartir los 154.100 euros que han costado los led entre los que no saben qué hacer con sus luces y, en los casos más graves, quiero decir, más pobres, con su vida. La novelería, además de consolarme, podría haber explicado el aspecto tan cutre de la bandera, esa sensación de ropa tendida en cualquier parte por carecer de un buen patio donde secar las sábanas, la impresión de verbena triste y sórdida, de que el niño Dios es un poco facha y la Navidad, con sus luces pagadas con dinero público, no es para todos los públicos.

También me pasa que nada más salir a la calle me hago un lío. Todo el mundo va con mascarilla, como es lógico y natural en este mundo pandémico nuestro, y de repente me encuentro con un bar donde hay veinte personas sin ella hablando todo lo alto que se puede hablar aquí en los bares, que es mucho, y echando los alientos de carajillo y porras con chocolate y cubatazos al resto del personal, ¡y no pasa nada! La gente te mira mal si se te ocurre, ya no digo ir por el tumulto de Preciados, sino caminar con la mascarilla mal puesta por una acera de un barrio nuevo sin apenas comercio, donde te cruzas con unas pocas personas, ¡pero en el bar nadie te chista ni te enfila con el ojo malo, y todos se sienten seguros! ¿Será que no me acabo de enterar bien porque me ataca una extraña dislexia cuando leo sobre cómo se contagia el coronavirus? ¿Llevo meses entendiéndolo al revés? ¿El mayor riesgo se corre en una calle vacía, a diez metros de distancia de otra persona, y en cambio se está a salvo en una tasca bien calentita por el calor humano y por no abrir nunca la puerta ni la ventana, no vaya a ser que entre el virus?

La verdad es que yo tenía otra idea de lo que iban a ser las medidas para evitar la propagación, pero llego a un centro comercial uno de esos sábados en los que la Comunidad de Madrid está cerrada y, ¡caramba!, ¡no puedo entrar de la gente que hay! Debe de ser por lo que he dicho antes de que no me estoy enterando, de que me pasa algo raro cuando leo lo que dicen los expertos sobre evitar lugares concurridos y los aerosoles, porque de otra manera, ¿cómo se explica que no puedas irte con tus convivientes a una casa rural de la estepa soriana y en cambio sí puedas pasarte un día entero en el Plaza Norte, quitándote la mascarilla si entras al Starbucks, o al VIPS o al probador?

—No sé, no sé; ando muy preocupada, doctora. ¿Cree que es posible que me esté pasando algo en el cerebro? —me imaginé diciéndole a mi médica de cabecera, pero después de mucho llamar sin que me cogieran el teléfono, me informaron de que no daban citas. “¿Para qué pago entonces mis impuestos?”, contesté enfadada. Luego me consolé pensando que a veces es mejor no saber la verdad.

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