Los cuerpos invisibles
Elvira Navarro
Nunca me ha gustado viajar en avión, pero consigo que el viaje se me haga placentero si me olvido de que tengo un cuerpo, si no me acuerdo de que no puedo estirar las piernas y de que he de permanecer quieta y recta, sin extender demasiado el antebrazo en el reposabrazos para no invadir el minúsculo espacio de los pasajeros que van a mi lado. Cada cual hace lo que puede para sobrellevar el viaje. En mi caso, consigo no reparar en que soy una sardina en lata leyendo.
Un cuerpo sano es un cuerpo que no nos obliga a reparar en él. Cuando los libros tratan sobre los cuerpos, es porque el conflicto tiene lugar en ellos: la enfermedad, alguna tara física, ser marginado por el color de piel, etcétera. En estos casos, los personajes viven atrapados en sus límites físicos, propios o impuestos, y sólo salen del conflicto cuando pueden volver a ignorarlos: la enfermedad desaparece, dejan de marginarlos… En la pasión amorosa y sexual el cuerpo también se hace notar, se vuelve tirano. Podemos llegar a hablar de este tipo de pasión como una enfermedad, e incluso se cometen crímenes pasionales.
Cuando una sociedad se obsesiona con los cuerpos no parece que sea buena señal. El culto al cuerpo produce sufrimiento y patologías (la anorexia, la vigorexia), el racismo y la xenofobia son aberraciones que conllevan injusticias, guerras y hasta holocaustos. En sociedades machistas nacer con cuerpo de mujer es una desventaja y a veces incluso una desgracia.
El cuerpo está ahora muy presente debido a la pandemia. Notamos todo el tiempo la mascarilla, procuramos mantener la distancia con los demás, extremamos las recomendaciones ante gente mayor o enfermos crónicos porque los sabemos más vulnerables. Estar pendientes de nuestra fragilidad es necesario. Sin embargo, al mismo tiempo, pensar todo el tiempo en nuestra vulnerabilidad nos vuelve temerosos y nos debilita.
Hacer reivindicaciones con el cuerpo como bandera es siempre caminar por la cuerda floja. Escucho a muchas feministas presentar primero a las mujeres como cuerpos, lo que tiene todo el sentido como denuncia, ya que muchas sufren violencia por serlo. Sin embargo, además de que no es sólo el cuerpo el que se duele, también supone caer en el esencialismo (que lleva, por ejemplo, a la transfobia) y en el dualismo alma/cuerpo, que es separación, no entendimiento y jerarquía entre opuestos. En este caso, el reparto ratifica el lugar que siempre nos ha tocado: para las mujeres el cuerpo, para los hombres el alma (o la mente). No hace falta que les diga quién manda este reparto, por no hablar de lo poco empoderador que resulta estar siempre haciendo hincapié en la fragilidad. La línea entre un cuidado que realmente ayuda a los demás y otro que, en vez de ayudar, los vuelve dependientes y los incapacita a veces se traspasa con las mejores intenciones.
Ahora que los cuerpos están en primer plano, no olvidemos que lo mejor que podemos hacer es trabajar por una sociedad donde sean gozosamente invisibles en vez de dolorosamente.