La desaparición de lo común
Elvira Navarro
Lo que somos no está separado del funcionamiento habitual de las cosas; en el lenguaje cotidiano llamamos a eso “normalidad”, incluso “lógica”. La lógica del mundo se convierte en nuestra propia lógica, en nuestro runrún interno y en el cristal con el que miramos a los otros. Me sorprende por ello que ahora sorprenda, valga la redundancia, la desaparición de lo común, de lo público, cuando esta desaparición se ha llevado a cabo con el consentimiento de muchos, de casi todos diría yo, por acción u omisión, como un nuevo orden natural de la vida. Recuerdo, por ejemplo, lo de la cultura gratis -es decir, la legitimación del robo y de la destrucción de las condiciones de posibilidad para poder seguir haciendo música, cine, libros, etcétera-. Recuerdo cómo nadie se planteó, ni se plantea, exigir a las compañías de telefonía e internet ninguna responsabilidad por los empleos destruidos y la cultura expoliada. Recuerdo también cuando, quien pudo, corrió no ya sólo a comprarse una segunda vivienda para veranear, sino una tercera y una cuarta para especular, o para ser rentista, que es aún el sueño de muchos, lo que en parte resulta comprensible en un país donde la miseria ha sido tan secular como la mezquindad que suele acompañarla: ya sabemos que la grandeza es más fácil tenerla cuando se vive bien, salvo que medie la santidad. Recuerdo todas las veces que los que siempre han votado al PP han seguido haciéndolo a pesar de la corrupción salvaje y el neoliberalismo destructor, desacomplejado y poco cristiano -ellos que son de misa-, y que los que siempre han votado al PSOE han seguido haciéndolo a pesar de la corrupción y el terrorismo de Estado y el neoliberalismo disimulado, y que los que siempre han votado a Podemos han seguido haciéndolo aunque naciera como un partido contra una casta de la que no han tardado en formar parte sin ningún sonrojo. Todos estos votantes que somos nosotros hemos mantenido el entusiasmo o nos hemos justificado apelando al mal menor. Recuerdo cómo, gobierno tras gobierno, la educación se ha ido degradando sin que nadie quisiera renunciar al pastel de no hacer electoralismo con ella. Recuerdo cómo, tras mucho lamentar la pérdida del pequeño comercio, de ese que daba identidad y gracia y cohesionaba el tejido social de la ciudad, hemos corrido a comprar ropa en Zara o Primark, a beber café en el Starbucks que pusieron en lugar de esa cafetería cuyo dueño conocíamos años ha, y que era como una segunda casa. Recuerdo todas las veces que una persona, o un colectivo, o yo misma, hemos estado furibundamente convencidos de alguna verdad, y de qué manera esa verdad furibunda condicionó la percepción entera y condenamos injustamente, sin querer escuchar nada de lo que los demás tenían que decirnos. Las redes sociales me recuerdan cada día que no existe ninguna voluntad de diálogo, sino de caricaturizar las razones del otro, anulando toda posibilidad de aprender algo, y atendiendo sólo a aquello que hace engordar lo propio, siempre lo propio. Recuerdo cómo antes, en las viñetas de humor, se dibujaba al capitalista como un señor obeso apestando con su puro. Ese dibujo nos representa hoy a todos. Vamos a reventar a base de acumular con avaricia lo nuestro: nuestras ideas, nuestra superioridad moral, nuestro modo de vida, nuestros valores, nuestro dinero. Al igual que el puro del capitalista, apestamos.
Así las cosas, no hay manera, ni siquiera en una pandemia, ya no sólo de resolver nada a través de acuerdos, sino de hacer un diagnóstico común. En el momento en el que escribo esto, comparece el consejero de Sanidad de Madrid para decir que “Se están reduciendo los ingresos” (hoy es 28 de septiembre) mientras se acaba de saber que en Madrid el número de hospitalizados sigue creciendo y que se ha alcanzado el número máximo de contagios de la segunda ola. Pero cada cual creerá lo que le dé la gana, e incluso así, se extrañará de que haya negacionistas. Negacionistas somos todos, y desde hace mucho tiempo.