La muerte no existe

Elvira Navarro

Elvira Navarro

Las veo en la oscuridad. Caminan junto a un riachuelo seco que canalizaron cuando yo era una adolescente como ellas. “El alcalde está muy ufano. No hay botellones en el pueblo”, me había dicho esa tarde una mujer. En efecto, no hay botellones en el pueblo, pero sí por los caminos de las huertas y las vaquerías, a menos de 300 metros. Y sin disimulo. La música retumba contra la noche, contra la Vía Láctea, que en el valle se ve bien porque apenas hay contaminación lumínica. Cualquiera podría llamar a los municipales, pero nadie lo hace. Yo tampoco. No me gusta ser chivata, y además es imposible que no estén haciendo la vista gorda. Debo suponer también que el alcalde procura no pasearse por la carretera que rodea a su pueblo a pesar de que es un paseo habitual en verano. Así, si alguien le comenta que en las naves hay fiesta cada noche, puede hacerse el tonto, aunque la música sea tan alta como la que saldría de las casetas de una feria que este año no se ha celebrado. Suena tecno y reguetón, algunas canciones ya sonaban hace más de dos décadas. Las adolescentes tienen la misma lógica que el alcalde: van a las fiestas que todo el pueblo sabe dónde están, pero se esconden junto al arroyo para que nadie pueda decir que ellas saben. Imagino que por sus cabezas no pasa un solo pensamiento de muerte. ¿Quién piensa en la muerte con quince años? Yo, desde luego, no pensaba en la muerte a esa edad, y seguramente hoy haría como ellas, me deslizaría como un animal de la noche junto a un cauce seco para huir gozosamente de algo que no va conmigo.

Siempre vivimos ignorando la muerte, incluso ahora, en mitad de una pandemia que nos obliga a tenerla presente. Hay quien lo razona. Un amigo me decía que el coronavirus es una tontería en comparación con las Grandes Enfermedades, justificada la mayúscula porque, cuando te las diagnostican, no hay Dios que te salve: alzhéimer, cáncer de páncreas fulminante. También escuché a una mujer afirmar que, hasta cierta edad, sigue siendo más probable morirse de un accidente de coche que de coronavirus, y que nadie deja de conducir por eso.

No sólo se ignora la muerte. También las multas y las inspecciones: se multiplican las noticias de empleados a los que sus jefes han obligado a ir a trabajar a pesar de dar positivo en las pruebas. Y de la gente enferma que no se queda en casa. Hace unos días compré unos bocatas en un bar de mi barrio y me asomé a la cocina: todos llevaban la mascarilla bajada. En otro sitio popular por sus desayunos se apelotonaban dentro del local empleados de oficina, jefes y madres que acababan de dejar en el cole a sus hijos, todos sin mascarillas y a risotada limpia. Sólo las camareras iban con ellas puestas. Hay quien cree que lo que le tapa la boca es el bozal de Pedro Sánchez, porque nuestros responsables políticos han decidido que les salía más rentable politizar una pandemia que gestionarla, y hay tontos suficientes para comprarles la baratija. En casi todos lados los geles hidroalcohólicos son higienizantes en vez de desinfectantes, a pesar de que en la televisión y en los periódicos se han hartado de decir que los higienizantes no protegen.  Los ancianos de las residencias, ya lo he dicho en otros artículos y lo seguiré diciendo, importan un bledo: aspavientos e indignación cuando salta a la prensa algún caso de maltrato, pero nadie piensa en lo mucho que necesitan recibir visitas, en el abandono cruel que sufren día tras día, que quizás sea peor para ellos que el riesgo de enfermar. La muerte no existe, pero a ellos preferimos darlos por muertos, o que se mueran. Por eso obviamos, como me dijo con razón el mismo amigo que me hablaba de las Grandes Enfermedades, que lo que ha pasado en las residencias es lo más grave que ha sucedido en nuestra democracia, pero nadie parece haberse dado cuenta.

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