El dichoso empoderamiento
Gema Arias
Era la mediana de una familia de clase media, de la clase media que durante años se privó de las vacaciones en La Manga para que sus hijos estudiaran una carrera. Sus padres eran de los que, por suerte, no hacían diferencias entre chicos y chicas. Los tres tenían no sólo que estudiar, además debían sacar buenas notas. Era su deber, su obligación. Para unos vaqueros como los que llevaban sus amigos no había dinero, pero para libros, siempre.
Y aunque ellos, los dos chicos, hicieron lo que coloquialmente se dice buena carrera, fue ella la que se empeñó en no conformarse y cuando terminó la carrera se fue a estudiar fuera. A esas alturas, ya hablaba perfectamente dos idiomas además de su lengua materna y algunos amigos no entendían muy bien por qué ese empeño en seguir acumulando cursos, masters y prácticas por las que no cobraba ni para pagar el alquiler.
En una de esas empresas de renombre fueron avispados y se dieron cuenta del potencial que tenía. Allí consiguió su primer contrato remunerado. Pronto llegó la oportunidad de postularse para un puesto más interesante y aunque se dejó las pestañas en el intento, vio como le daban el ascenso a un compañero con menos experiencia.
Ese tropiezo coincidió con que había sido madre hacía poco tiempo, pero ella prefirió poner su energía en hacer un curso de “nosequé avanzado” para que en la siguiente oportunidad su elección fuera incontestable. Aprendió también a liderar equipos porque sabía que ese momento llegaría y quería ser la mejor líder posible. Y ese ascenso llegó y luego hubo otro y otro. Compaginó vida personal con vida profesional, como pudo, a duras penas, con la sensación, muchas veces, de no dar la talla ni en un lado ni en el otro, pero eso se lo quedaba para ella. Era su decisión, no se quejaba. Y un día salió en una entrevista en uno de esos diarios de páginas salmón. Otro le hizo una foto grupal para una portada junto a otras mujeres que también ocupaban puestos muy relevantes en empresas muy relevantes. Y formó parte de organizaciones para apoyar el talento femenino. Y fue mentora para alumnas prometedoras en diferentes universidades. Y tomó muchas decisiones importantes y le pidieron que formara parte de algunos comités de sabios. Dio conferencias en auditorios gigantes llenos de gente que había ido hasta allí a escuchar lo que ella tenía que decir. Y un día, hace poco, estando en una de esas mesas redondas a las que la invitaban y en las que se solía encontrar con un grupo de mujeres todas brillantes, con carreras profesionales ejemplares, con trayectorias impolutas, de pronto se sintió triste. Era una tristeza amarga que le subió así, desde el estómago, como cuando no digieres bien la comida. Efectivamente, todas eran brillantes y ahí estaba el problema. La igualdad no había llegado, la igualdad estaba lejos todavía. Se hablaba de igualdad, y ciertamente se veía algo de luz al final del túnel, pero el túnel era más largo de lo que parecía. La igualdad llegaría cuando pudiera compartir mesa redonda con mujeres que no le parecieran tan brillantes, que incluso le parecieran torpes, mujeres con puestos que les vinieran grandes, mujeres con curriculums normalitos pero que aún así hubieran llegado a puestos de gran responsabilidad. Hasta entonces, se dijo mientras sonreía a la moderadora que le estaba ofreciendo el turno de palabra, tendría que seguir con el empoderamiento dichoso. Y mira que le gustaba poco la palabrita.
Gema Arias es directora general de estrategia creativa de Kitchen.