Solas en la madrugada

Elvira Navarro

Elvira Navarro

La conocí en el último metro. Escogí el vagón en el que viajaba ella sola, pero hasta que no bajamos juntas en Argüelles no le eché cuentas. Incluso la tomé por latinoamericana.

 Lo que estaba pasando en el vagón contiguo era demasiado extraño como para fijarse en otra cosa. En la estación de Puerta del Ángel habían subido de una manera estruendosa dos individuos. Imaginé que intentaban escapar de los seguratas mediante disfraces de eficacia dudosa. Debían de llevar un buen rato corriendo, pues estaban al borde del ahogo. No se relajaron. Todos sus músculos exhibían una tensión extrema, como si acabaran de ser encañonados por una pistola y hubiesen escapado por los pelos. Uno llevaba una túnica, una bufanda hasta la nariz y unas gafas absurdas de bakala, demasiado pequeñas, que se quitaba cada vez que entrábamos en los túneles. El otro se cubría la cabeza con un pañuelo, a la manera de las mujeres musulmanas, y llevaba puesto un antifaz. El pañuelo sólo le cubría la cabeza y el torso. Era una escena tan rara que tardé un buen rato en darme cuenta de que se tapaban para no ser reconocidos en la grabación de las cámaras de vigilancia. En Moncloa salieron en estampida del vagón.

Argüelles. La mujer bajó conmigo. Me llamó la atención que no me adelantara; yo iba muy lenta adrede, para quedarme la última. Me gusta, y me da más seguridad, observar que ser observada. Se mantuvo religiosamente detrás, a mi ritmo; enseguida sentí en esa demora un deseo de acercamiento. Estábamos solas en ese momento en el que nadie desea rezagarse en las escaleras para no perder de vista la presencia tranquilizadora de los demás viajeros, esa precaria y silenciosa compañía. En el último tramo de escaleras me preguntó la hora. Lo hizo con mucha simpatía. Iba cargada de bolsas. No tengo reloj, le dije, mostrándole mis muñecas. Esto ocurrió en 1998; yo no sólo no tenía reloj, sino que tampoco llevaba encima el teléfono móvil. Su uso se había generalizado hacía poco, y aunque mis padres me habían regalado uno, no lo sacaba del colegio mayor donde me alojaba. Aún me resistía a ser llamada o mensajeada a cualquier hora.

Caminé todavía más lenta que de costumbre, pues me di cuenta de que aquella mujer tenía miedo. Su pregunta había sido una excusa. Fingí y la conduje hasta un reloj grande que pertenecía a una relojería situada junto al VIPS de Alberto Aguilera. No sé si aún siguen allí la relojería y el VIPS. Ella me dijo que hacía un par de semanas que había llegado de Casablanca, y sólo entonces se me hicieron evidentes sus rasgos. No había pensado que pudiera ser marroquí porque en aquellos años apenas había inmigrantes y era muy raro encontrar a una mujer magrebí que fuera sin velo y sin un hombre al lado. Me contó que pensaba irse a Valencia con un amigo para trabajar y quiso saber si yo era madrileña; al decirle que yo tampoco había nacido en la capital, tuve la impresión de que se sintió más comprendida. Sonreía todo el tiempo; creo que le alegraba poder conversar con otra mujer a aquellas horas, en la calle vacía. Desde luego, a mí me alegraba. Pensé que la ciudad sería muy dura para ella, que muchos de sus compatriotas no aceptarían esa libertad magnífica de andar con la cabeza al aire, sin un hombre, a las dos menos cuarto de la madrugada de un día entre semana, aunque quizás esto eran sólo prejuicios míos. Nos separamos en el VIPS. Yo seguí hasta mi colegio mayor. No me dijo cómo se llamaba.

En estos días en los que el racismo ha saltado a la palestra, me he acordado de este episodio anodino donde dos mujeres que, por motivos distintos, podríamos haber desconfiado la una de la otra, sin embargo nos hicimos compañía y disfrutamos brevemente.

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