Democracia, economía y coronavirus

Elvira Navarro

Elvira Navarro

Vivimos en una sociedad de mercado que se considera heredera de la Ilustración. Creemos que el proyecto ilustrado se ha cumplido sólo en parte, y allí donde no se cumple, se postula como ideal: hemos de conseguir igualdad, libertad y fraternidad. La libertad (o un concepto estrecho y puramente material de la misma) está en buena medida puesta del lado del mercado, que insiste en quererse libre de toda regulación, mientras que la igualdad y la fraternidad sobreviven gracias a que el Estado implementa medidas proteccionistas para que la devoradora praxis de la libertad mercantilista no destruya el tejido social. Los ideólogos de este sistema, al que llamamos socialdemocracia por combinar el capitalismo con ciertas dosis de socialismo, nos convencieron en los libros de texto (o al menos en los que fueron mis manuales en la EGB y en BUP) de que teníamos “el menos malo de todos los sistemas posibles”, la democracia, en la que el pueblo es soberano, al menos en apariencia.

Pero las democracias occidentales funcionan rigurosamente dirigidas y vigiladas por los grupos de poder económico. El subsidio de desempleo, la sanidad universal y gratuita, la educación pública y etcétera, que son la encarnación no sólo de nuestros derechos, sino también de nuestros deberes como ciudadanos comprometidos con los derechos humanos, se celebran y cuidan si los gobiernos son de izquierdas, o se toleran como gesto caritativo si son de derechas. Cuando el neoliberalismo gana, la protección es casi inexistente y ya no se puede hablar de socialdemocracia, como ocurre en Estados Unidos. En todos los casos hay un aparato de propaganda donde, pase lo que pase, siempre se está en “el menos malo de todos los sistemas posibles”.

Si fuera verdad que el pueblo es soberano y se da sus propias leyes, y que por tanto los poderes económicos no tienen más poder que los representantes elegidos por la gente, debería respetarse qué se decide en el parlamento. Sin embargo, sabemos que esto no es cierto. Cuando un país decide en contra de los intereses de las multinacionales, como ocurrió en Grecia, se le interviene.

Lo que hoy ocurre no es nuevo. En su libro Sobre el parlamentarismo, Carl Schmitt, ideólogo del Movimiento Revolucionario Conservador que tuvo lugar en Alemania tras la Primera Guerra Mundial, sostenía que en un parlamento ya no se discutía, sino que se negociaba. Schmitt separó parlamentarismo y democracia: esta última, en la medida en que es un gobierno del pueblo, se basaría idealmente en la igualdad, o lo que es lo mismo, en la homogeneidad, a través de un Estado total: lo que cualquiera entiende por dictadura. Como pasa con tantos pensadores, lo interesante de Schmitt no es lo que propuso, bastante tenebroso, sino lo que criticó, que es el parlamentarismo, pues sigue siendo cierto que en él el pueblo ya no tiene una soberanía real. Y es que, cada vez que el parlamentarismo va contra la economía, ésta se encarga de hacerlo desaparecer. Ya en los tiempos de Schmitt el parlamentarismo se había tornado en una fachada de la más brutal dictadura de la economía en la medida en que no se podía decidir sobre cuestiones que afectasen a intereses mercantiles; era una máscara que ocultaba la ausencia de una discusión política verdaderamente eficaz: “La situación del parlamentarismo es hoy tan crítica porque la evolución de la moderna democracia de masas ha convertido la discusión pública que argumenta en una forma vacía. Algunas normas de derecho parlamentario actual, especialmente las relativas a la independencia de los diputados y de los debates, dan, a consecuencia de ello, la impresión de ser un decorado superfluo, inútil e, incluso, vergonzoso, como si alguien hubiera pintado con llamas rojas los radiadores de una moderna calefacción central para evocar la ilusión de un vivo fuego. Los partidos (...) ya no se enfrentan entre ellos como opiniones que discuten, sino como poderosos grupos de poder social o económico, calculando sus mutuos intereses y sus posibilidades de alcanzar el poder y llevando a cabo desde esta base fáctica compromisos y coaliciones. Se gana a las masas con un aparato propagandístico cuyo mayor efecto está basado en una apelación a las pasiones y a los intereses cercanos (...). Por ello, es de imaginar que todo el mundo sabe que ya no se trata de convencer al adversario de lo correcto y verdadero, sino de conseguir la mayoría para gobernar con ella”.

Los hechos le siguen dando la razón a Schmitt. El espectáculo vergonzoso del parlamentarismo actual en España y en otras democracias occidentales no debería extrañarnos. El motivo de tanta chulería, estupidez y frivolidad, así como de la ausencia de políticas de calado para atajar ya no sólo la crisis del coronavirus, sino la herida cada vez más honda que los poderes económicos infligen a los fundamentos e instituciones de la democracia liberal se debe a que la toma de decisiones se lleva a cabo en otros lugares que no son el Parlamento, el cual ha devenido en una pantomima.

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