Ensayo general para una dictadura

Elvira Navarro

Elvira Navarro

Las crónicas de la peste son las crónicas del cambio. Mientras más iguales son los días más se modifica mi opinión sobre ellos, como si el movimiento que no veo afuera —a excepción de quienes pasean solitariamente a sus perros frente a mi ventana— se me hubiera instalado dentro. Ignoro cuándo las restricciones pasaron de parecerme bien a mal, cuándo se me antojaron sospechosas, incluso dictatoriales, como si la función que comenzó titulándose #EstoLoParamosUnidos hubiera acabado siendo un #EnsayoGeneralParaUnaDictadura a medida que crecieron las actuaciones estelares de policías poniendo multas a quienes se habían ido a un supermercados que estaba un poco más lejos de su casa, por no hablar de quienes empezaron a increpar desde sus balcones a los que, a juicio de ellos, se saltaban las normas del confinamiento. ¿Y qué decir de los vecinos que decidieron dejar carteles a quienes trabajan en supermercados o en los servicios sanitarios para decirles que se fueran a otro edificio? Desde luego, esos cajeros y cajeras y sanitarios y sanitarias deben mudarse de casa cuanto antes, pero no por ser ellos un peligro, sino porque sus vecinos son la peor pandemia que sufre el planeta: la de las personas cobardes. La cobardía nos convierte en seres deleznables. En malas personas.

A lo mejor ustedes no tienen la impresión de arbitrariedad y les parece que las medidas que ha tomado del Gobierno son todas coherentes, o al menos las mejores que se pueden tomar en una situación como ésta. Yo, en cambio, necesitaría más información para que mi opinión no diera tantos bandazos. Mientras no la haya, no puedo entender que se permita una vuelta parcial a los trabajos pero que la gente no pueda salir a darse un paseo tomando las debidas precauciones, y que tampoco pueda sacar a sus hijos a que les dé el sol un rato. No entiendo que no se deje trabajar a tantos profesionales de la salud inmigrantes que podrían aliviar el colapso sanitario y, más esencialmente, que un Gobierno que se autodenomina de izquierdas no regularice a los migrantes. Me resulta asimismo inexplicable la situación de desamparo y opacidad en  la que se encuentras las residencias de ancianos, y que el presidente y sus ministros saquen pecho diciendo  que los muertos se han reducido a la mitad cuando, día tras día, España es el país con más fallecidos por cada millón de habitantes. Es indignante que aún no haya un plan para, desde los centros de salud, testear a toda la población. Y un largo etcétera.

La única coherencia a la que parece obedecer todo es la impotencia. Puesto que no hubo previsión y se carece de medios para hacer frente a la pandemia, la imposibilidad se compensa a base de una represión chapucera. Reza para que no te toque el poli malo cuando vas al supermercado o a la farmacia, para que no te pare un gilipollas cuando has de llevar a un familiar impedido al médico —el gilipollas te mira a ti y a tu abuela inválida como si fuerais criminales, y luego a lo mejor considera que es verdad que la anciana no puede ir sola al centro de salud—. Lo aterrador es cómo de bien funciona esta pedagogía del señalamiento. Es en lo que más parecen haberse aplicado las autoridades. Se puede ver en los telediarios: noticias sobre un pobre hombre que ha sido sorprendido caminando en una playa vacía, sobre una señora que se fue a pasear a un perro a un descampado a cinco kilómetros, al que llegó en coche. Muchos de estos incautos fueron cazados gracias a la inestimable ayuda de los espías del visillo. ¿Les extraña que luego haya comunidades que insten a sus vecinos a irse, cuando incluso desde los informativos se dedican a hacer apología de la mezquindad?

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