Residencias

Elvira Navarro

Elvira Navarro

El maltrato a las residencias no empieza ahora, con el coronavirus. Viene de muy lejos y afecta no sólo a quien va a allí a terminar sus últimos días, sino a todos, empezando por los familiares de los residentes, a menudo considerados como seres desaprensivos que abandonan a sus padres porque no quieren hacerse cargo de ellos. Este juicio dura hasta que uno, o una, se ve en la necesidad de recurrir a un geriátrico porque ya no puede responsabilizarse de un mayor, y entonces empieza a comprender. Pasa aquí como en tantas otras cosas: juzgar es muy fácil hasta que te toca a ti.

Meter a un ser querido en una residencia es una decisión muy dolorosa, y se hace cuando ya no hay más remedio, cuando el mayor en cuestión empieza a ser un peligro para sí mismo y también para quien le cuida, sea porque la senilidad deviene en una enorme agresividad, sea porque se necesita una vigilancia permanente, sea porque a menudo no basta con un solo cuidador, por ejemplo cuando se pierde por completo la movilidad. Se precisan entonces varios, y sólo la gente muy pudiente puede permitirse montar un pequeño hospital en casa.

Por otra parte, la publicidad de los geriátricos es inevitablemente engañosa. En sus folletos aparecen ancianos sonrientes, jugando su partida de cartas y departiendo con otros residentes cuando la verdad es que, si un anciano está tan estupendo como para jugar al mus y hacer nuevos amigos, se queda en su casa. No necesita que le cuiden, o puede permanecer en su hogar con un cuidador. Lo que fundamentalmente hay en las residencias son personas con sus facultades psíquicas y físicas muy mermadas. Reina el silencio frente a la tele, y también los gritos o las extrañas conversaciones de quienes han perdido la cabeza. A menudo hay que levantarles de la cama, ducharles, vestirles, darles de comer, para lo cual se requieren, al menos, dos auxiliares. Nada de eso sirve como reclamo publicitario. La imagen de alguien que no puede cuidar de sí mismo es siempre penosa, aun cuando esté primorosamente atendido. Ello explica que la publicidad de estos sitios use mentirosas imágenes felices que juzgamos como fraudulentas. Cuando las residencias salen en la televisión, nos parece que los mayores de mirada perdida en sillas de ruedas han sido abandonados por sus malvados hijos y que allí no los guardan con la humanidad requerida.

Un tercer motivo que hace que los geriátricos sean sospechosos se debe a las noticias que de vez en cuando saltan a la prensa sobre centros comandados por caraduras que, en efecto, no cuidan, y que son descubiertos cuando ocurre alguna desgracia. Y por supuesto, y como pasa en los colegios y en los institutos, en los ministerios y en los hospitales y en todas partes, siempre hay quienes no deberían estar allí: el profesor sádico, el monitor de campamento pederasta, el funcionario que te atiende de malas maneras y como si fueras culpable de sus desgracias, el enfermero que tarda en acudir a tu llamada a sabiendas de que te mueres de dolor. Y el auxiliar que, en una residencia de ancianos, se venga de algún viejo difícil quemándole las piernas con agua caliente cuando le ducha. La abyección está bien repartida, y sus efectos pueden ser devastadores cuando reinan entre los más indefensos: los niños y los ancianos.

Aunque lo malo cuente con más altavoces que lo bueno, quienes visitamos geriátricos sabemos de primera mano que muchos de los profesionales que se desempeñan allí hacen impecablemente su labor. Se ganan a ancianos que se han vuelto intratables, pues no escatiman en palabras cariñosas y en cultivar la paciencia. Diré más: algunas de las personas más extraordinarias que he conocido trabajan con mayores especialmente rebeldes a causa de su demencia, y son como un milagro para ellos. Se apiadan de viejas furiosas, saben torearlas y que en dos minutos pasen de la ira salvaje a la risa. La fortaleza y la generosidad de estas personas es absoluta. Son salvadoras de todos nosotros y se merecen un Nobel.

En estos días en los que el sistema ha fallado y los primeros en sufrir las consecuencias han sido los más débiles, quizás habría que repensar el funcionamiento de las residencias, convertidas en trampas mortales. No tengo conocimiento suficiente para valorar si encerrar allí a nuestros abuelos es un mal menor, como se pretende que creamos, aunque lo cierto es que, por el número de muertos a puerta cerrada, más bien parece al contrario: una muy mala idea. Debería haber habido medios para atender a todos. Y lo que ha resultado obvio en lo que respecta a la sanidad, que mejor que sea pública porque sobre lo más fundamental no debería hacerse negocio —el negocio sólo mira por el dinero—, debería aplicarse a las residencias de ancianos. Estar perfectamente cuidado y a salvo no puede depender del bolsillo de las familias.

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