Distancia de rescate

Elvira Navarro

Elvira Navarro

Estos días me he estado acordando de la excepcional Distancia de rescate de Samanta Schweblin, una novelita que tiene lugar en un campo argentino altamente contaminado, en el que llevarse las manos a la boca tras meter los dedos en un riachuelo de agua cristalina, o tocar un trozo de pasto, puede ser fatal. La paradoja es que eso ocurre en un entorno idílico, al que la protagonista ha ido a pasar unos días de vacaciones. El peligro está agazapado, invisible, como un virus; el paraje invita además a pensar que se está completamente a salvo. Así era Madrid hasta hace un mes, o Milán. O Disneyland París.

En la historia de Schweblin, que se despliega a través de un diálogo entre una adulta que lo ignora todo y un niño que se ha vuelto siniestramente maduro, la trama gira en torno a la reconstrucción de ese momento crucial en el que una madre pierde la distancia de rescate, es decir, la posibilidad de salvar a su hijo de un peligro mortal. La distancia de rescate, por si no me estoy sabiendo explicar entre quienes no han leído el libro, mediría cuánto puede alejarse un niño para que dé tiempo a cogerlo en brazos antes de que cruce una carretera, de que se caiga a la piscina, de que se dé un golpe en la nuca, de perderle de vista en una ciudad enorme, tumultuosa y llena de peligros. Una vez que la tragedia ha tenido lugar, sólo queda preguntarse qué pasó exactamente, qué medidas no se tomaron, qué produjo la ceguera.

Nosotros nos hemos convertido ahora en los hijos cuya madre perdió la distancia de rescate. Además, somos unos hijos raros, pues no acaba de estar claro quiénes tendrían que haber hecho el papel de guardianas de nuestro bienestar.  ¿El Gobierno de España? ¿La Unión Europea? ¿La OMS? ¿El sistema entero?

En Distancia de rescate, cuando las madres están a punto de perder a sus hijos para siempre, aún pueden recurrir a una curandera que los salva a cambio de que pierdan la mitad de su alma. Tras someterse a un ritual, ya no vuelven a ser los de antes. Ni siquiera regresan a la niñez. Se transforman en pequeños monstruos, pero no porque empiecen a hacer cosas malas, sino porque los nuevos huéspedes no llegan a adueñarse de la totalidad de la vida a la que antes pertenecían esos cuerpos. Y sus madres, además, dejan de reconocerlos. Ya no los quieren, pues han dejado de ser sus hijos.

No sé si para que termine esta pesadilla será necesario que otros nos posean para ser salvados, ni si nuestras madres (¿el Gobierno de España, la Unión Europea, la OMS, el sistema?) habrán escarmentado y querrán asumir la responsabilidad que les toca, que pasará no sólo por que sus errores tengan consecuencias, sino también por que no vuelvan a repetirse nunca más.

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