Cuerpos

Elvira Navarro

Elvira Navarro

Hace años que voy a piscinas municipales. Conozco la de Moscardó, en la Guindalera, y también la de San Blas y la de Alcobendas. Prefiero ir por las mañanas, cuando hay jubilados que nadan apaciblemente, moviéndose como pueden (algunas señoras dejan su andador cerca de la taquilla), o como les apetece, y en todo caso como quien hace deporte sin hacerlo.

Me gusta ver cuerpos que ya no compiten por engolosinar al personal, una lucha que, en bañador, pierden muy pronto quienes alguna vez la han ganado, o no tan pronto si están dispuestos a aguantar ese suplicio que es un gimnasio, con sus cintas machaconas y sus bicis en las que hacer recuento de sudor tozudo y hasta penoso. Hay quienes que están ahí como a rastras, llenos de tristeza en las lorzas. ¡Con lo bien que se camina, se corre o se pedalea en un parque! “Si pago el gimnasio me obligo a ir”, me han dicho alguna vez.  Es una razón que quizás sólo nos suena lógica a los que vivimos en una sociedad materialista. Hay que honrar el dinero gastado en un abono mensual de la misma manera que hay que torturar al pobre cuerpo en el gym, o en una pista forestal, para que sea digno de admirarse y amarse.

En los vestuarios de las piscinas municipales, a esas horas de la mañana preferidas por la tercera edad, rara vez veo michelines tristes. Las mujeres se ponen el bañador, se duchan o hablan entre ellas alegremente mientras se untan la crema. No parecen avergonzadas por lucir viejas, con tripas hinchadas, pechos como racimos de cocos a punto de caer al suelo, nalgas donde la piel  se apergamina hasta la rodilla. Aceptan sus carnes ajadas, ya no van a cambiarlas, y de jóvenes no aprendieron a odiar su físico tanto como nosotras, pues los cánones no pasaban por la anorexia ni por los pubis depilados. Aunque esto último es sólo una suposición. Nunca les he preguntado.

Pienso a menudo que tenemos mucho que aprender de los cuerpos de estas ancianas que se muestran sin temor. La mirada fiscalizadora ha cesado por carecer de sentido. Se da paso a una naturalidad en la que centellea una belleza más profunda y radical que en todos los culos prietos y las panzas lisas y las abdominales duras, donde sólo hay exigencia, condiciones: todo lo contrario al amor.

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