La voz
Teresa Viejo
De niña, con las cartulinas de colores que traía la bolsa de manualidades del colegio, creaba imposibles. Un año la bolsa desapareció. Solía dejarla en una estantería que hoy desecharía cualquier chamarilero, pero por entonces era el mueble más suntuoso de la casa. La busqué con ahínco; no apareció.
Recuerdo bien aquel sentimiento de pérdida. Me sentía culpable porque su reposición abría un roto en la apurada economía familiar y, además, de no comprar otra… ¿qué haría en clase de pretecnología, esa asignatura que solo conocemos los de EGB?. “Hablar -sugirió la profesora a mi madre-. Al fin y al cabo, no para desde que cruza la puerta”. “¿Hablar?”, mi madre me observó curiosa y resolvió al fin: “Pues que hable”. Así es como, delante de toda la clase, terminé presentando el primer y único “Telediario” de mi vida.
Hablar alto y claro es justo lo que las mujeres han evitado durante siglos. “Me dediqué a callar porque había que callar”, explicaba la escritora Elena Garro, esposa de Octavio Paz, silenciada no solo por la sombra del marido sino de una camarilla intelectual a la que, en los años 50, solo se pertenecía por ser esposa de alguien. Separada del poeta la escritora se desahogó, pero le costó a la larga la soledad y el repudio de sus obras (Alfaguara acaba de rescatar del olvido “Los recuerdos del porvenir”, obra precursora del realismo mágico). Menciono a Elena porque representa el paradigma de esas mujeres que no han necesitado efemérides para reivindicarse, para defender un lugar propio o una voz que narre el mundo desde su mirada.
Cuando he realizado viajes al terreno con UNICEF me asombra la facilidad con la que esas mujeres de las tribus o aldeas que han guardado silencio mientras los hombres nos daban la bienvenida, se lanzan a conversar en su ininteligible lenguaje con las trabajadoras humanitarias, apenas ellos callan. Las mujeres nos empoderamos entre nosotras. Lo observo a diario. Existe un envalentonamiento colectivo que se realimenta, una sólida energía que anima a hablar con palabras llanas o elevadas a las mujeres en cuando se empapan de ella. Por eso las manifestaciones del #8M se llenan de abuelas y nietas, de jefas y subordinadas, uniendo sus voces que, a lo mejor, vibran en alto por primera vez en sus vidas.
La voz femenina, sea dulce o áspera, aguda o grave, es el ADN de cada una de nosotras. Mary Beard, en “Mujeres y Poder” señala que todavía existen tópicos acerca de la “ineptitud de las mujeres para hablar en público (…) sobre la voz femenina y la incomodidad que esta genera”. Para que nuestra voz se escuche debemos proyectarla, no emboscarla.
Volviendo a aquel telediario de la clase de pretecnología diré que no aprecié en él el veneno de la vocación, era pronto para comprender que dicho juego se proyectaba en la realidad en un oficio llamado periodismo, aunque comprendí algo de enorme simpleza: si quería ser escuchada debía de emplear mi propia voz como instrumento. Y así dejé de sonrojarme cada vez que tocaba hablar en clase.
Por cierto, para mi suerte la bolsa de manualidades nunca apareció.