Madrid o la destrucción

Elvira Navarro

Elvira Navarro

Puntualmente saltan a la prensa noticias sobre el derribo de edificios emblemáticos. El caso más sonado, por tratarse de un inmueble de alto valor patrimonial, fue la demolición parcial de la antigua sede central del Banco Hispano Americano después de que los políticos de turno (el turno era del PP) rebajaran el nivel de protección para dar cabida al pelotazo urbanístico, reduciendo el edificio a su fachada, como denunció la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando: “El pleno de esta Real Academia, por unanimidad, ha acordado seguir manteniendo el criterio contrario al fachadismo, es decir, al vaciado de edificios antiguos para mantener solamente fachadas como si fueran decoraciones teatrales en el teatro de la ciudad”, se dijo con toda razón. 

Hace poco se dio la noticia de los planes sobre el Real Cinema, en la plaza de la Ópera, que fue el primer gran cine de Madrid. Pretenden construir en su lugar un hotel absolutamente anodino, tan indigno de la ciudad como los políticos que dan el visto bueno a estos proyectos. A lo largo de 2019 pudimos seguir el caso de las cocheras de Cuatro Caminos, del arquitecto Antonio Palacios, que recibió el apoyo de Europa Nostra, la organización civil europea más importante dedicada a la salvaguarda del legado histórico y artístico, sin que eso haya supuesto que se eche atrás el propósito de derribarlas para construir viviendas, pues el Tribunal Superior de Justicia de Madrid desestimó el recurso judicial interpuesto por Madrid Ciudanía y Patrimonio, lo que implica que las cocheras no serán declaradas Bien de Interés Cultural a pesar de ser “un ejemplo escaso en Europa y el resto del mundo, que sigue las tipologías arquitectónicas del sistema de Metro de Nueva York, como la cubierta en diente de sierra utilizado en sus naves” según Europa Nostra. En 2018 el convento de las Damas Apostólicas, de estilo neomudéjar, sufrió un derribo parcial que iba a ser total por obra y gracia, entre otras cosas, de una promotora que proyectaba la construcción de una residencia de estudiantes, operación que fue paralizada gracias a la rápida actuación de los vecinos y a la asociación Defensa del Patrimonio  de Chamartín de la Rosa.

Estos son algunos de los casos más sonados de la historia de una ciudad que podría contarse a través de la destrucción sistemática de su patrimonio, una destrucción que sólo excepcionalmente salta a los medios. Este es un país desmemoriado y falto de amor propio, donde la aniquilación de todo cuanto tiene valor a cambio de dinero siempre ha sido posible no sólo por el desinterés (y la corrupción) de los políticos, sino también de los ciudadanos. La defensa del patrimonio siempre ha sido cosa de cuatro.

En Youtube puede verse un video del NO-DO donde se relata jubilosamente una barbarie que ejemplifica el espíritu que aún reina entre nosotros. Me refiero a la demolición en 1964 del palacio de Medinaceli, uno de los tantos que formaban parte del paseo de la Castellana. Con estilo afectado, alegre y siniestramente pedagógico (el receptor de la pedagogía o propaganda franquista era un pueblo al que se suponía menor de edad), el disparate que fue el derribo de un edificio maravilloso que contaba, incluso, con pinturas al temple y al fresco de Francisco Bayeu, se justifica como un hecho casi natural, inevitable por “las exigencias del urbanismo y el valor del suelo”, cuya única consecuencia negativa es la nostalgia que su desaparición causa en las almas románticas. Y en esas seguimos en cuanto a la consideración general del patrimonio y de todo lo cultural: cosa de almas tiernas. Sólo ellas siguen escandalizándose por que ahora el patrimonio se destruya más sutilmente mediante su conversión en mero escenario.

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