Las piezas del jarrón

Teresa Viejo

Teresa Viejo

A veces la tristeza sale a pasear. Se quita la sudadera de los mocos resecos y se exhibe por la calle con lo primero que encuentra en el armario. A veces las intimidades se hacen un selfie más desnudo que el de Kim Kardashian. Nadie puede quitar los ojos de él. De hecho, piensas si no será un engaño porque quién se expondría así en público. Pero al dar la vuelta a las costuras para indagar si guardan algo, comprendes que el envés no oculta nada.

Y entonces te sonrojas. Lo haces por vergüenza, empatía o compasión, por sororidad y porque a estas alturas nadie muere de amor y menos grita su agonía a los cuatro vientos.

Hace días una publicación en Instagram se mezcló con las noticias del ruido político; en cierto modo había parecidos razonables entre lo que sucedía en el Congreso y en la red: viejos amores, otros nuevos, y en medio Gabriel Rufián. Pongo en valor que quienes recogieron el texto de su ex pareja contando lo que significaba no tenerle ya en su vida actuaron con respeto a su dolor, porque el escarnio resultaba fácil.

Leí el relato de tanta devastación sobrecogida -creo que nadie debiera sufrir de esa manera por amor, ni de ninguna otra-, y aún así detecté en él cierta dignidad, como si al desposeerse de cualquier pudor se hubiera encontrado a ella misma, hecha añicos sí, pero liberada tras pasar un año de duelo.

Decido escribir sobre una mujer sin nombre por deferencia a ella -aunque se encuentre en google fácilmente-, y cuyas frases además no reproduzco - solo mencionaré dos palabras más adelante- porque en una rápida lectura suenan folletinescas, de heroína romántica del XIX; en cambio, en otra más reposada revelan un dolor muy corrosivo. De ahí que me pregunte hasta que punto es común que una mujer considere que al quebrarse una relación también se rompe una parte irrecuperable de ella. ¿Sufre el mismo efecto de “porcelana partida” un hombre? ¿Somos nosotras las que creemos que falta algo si el ser amado no sigue a nuestro lado o los hombres también? ¿Interpretamos hombres y mujeres lo mismo por amor? Y de traducirlo con idénticos conceptos, ¿cuál es nuestro escenario ideal en el amor?

Aquí sospecho un buen nudo. 

Algo más. Dos palabras en su texto trascienden a la valoración íntima de la pareja: “paciente protector”. Trascienden porque si bien pretenden ser un elogio a lo que la otra persona ha aportado, se convierten en un delatador indicio de que algo no va bien: los hombres que protegen y las mujeres que demandan seguridad construyen su amor sobre un desequilibrio. A ver si entendemos de una vez que las carencias y las necesidades solo pueden ser satisfechas por uno/a mismo/a. Pretender que el otro ponga lo que a ti te falta no es ser complementarios. Puesto que las palabras poseen intención, ¿qué tal si decimos cuidado donde antes mencionábamos seguridad? ¿Y amor auténtico donde aparecía romántico?

Claro que esta historia en carne viva me ha hecho meditar en otras como la suya, pero también ha activado un deseo de abrazar a esa mujer que está a un paso de descubrir que en ella no hay merma. Que las viejas fisuras de la porcelana se han vuelto a unir.

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