Las fiestas navideñas y los miembros fantasmas

Elvira Navarro

Elvira Navarro

A cierta edad empiezan a tenerse muchos miembros fantasmas en la propia vida, partes amputadas que sin embargo siguen ahí y nos hablan. En las fiestas navideñas, mis miembros fantasmas se hacen sentir con tanta fuerza que empiezo a pensar que es posible recorrer el tiempo en cualquier dirección, y aunque tengo 41 años y estoy en Alcobendas escribiendo esto, también tengo siete y hace unas pocas horas que llegué al pueblo, a la casa de mi abuela. Estoy recorriendo las calles con mis primos y unos cuantos amigos, empujando las puertas entreabiertas y gritando en los oscuros zaguanes “¿Se canta o se reza?”. Si las voces dicen “Se canta”, los niños entramos con nuestras panderetas y las botellas de anís vacías y el villancico, siempre el mismo. Y si se reza porque allí se guarda luto, nos envuelve de pronto un ambiente de muertos. Los salones huelen a brasero; cuando la última pandereta deja de sonar o decimos “Amén”, nos dan unas monedas o un polvorón que nos comemos sentados en un bordillo. Son tres horas, de seis a nueve, en las que vamos de casa en casa; es raro que a nuestro “¿Se canta o se reza?” alguien responda con “Un palo en la cabeza”, pero cuando eso ocurre, salimos riendo y en estampida imaginando ogros en vez de dioses del hogar. Con las monedas, casi todas de cinco duros, compramos chucherías antes de que la caseta cierre, porque es Nochebuena y la gente se recoge para la cena.

Durante mucho tiempo, lo único que diferenció a la Nochebuena del resto de las noches del año en casa de mi abuela es que, para el postre, se hacían picatostes con chocolate. Luego mi madre, mi abuela y mi abuelo se iban a la Misa del Gallo, y yo me quedaba viendo la tele con mi padre. No había más fastos que el pan frito, y a día de hoy ignoro si aquella sobriedad, tan de posguerra y tan española, era a esas alturas, con la pobreza lejos, sólo cosa de mi familia, o es que en el pueblo aún se estilaba.

A partir de cierto momento, mi abuelo decidió celebrar la Nochebuena con cordero y langostinos, con cava y todos sus hijos. Tampoco sé qué motivó el cambio, si es que se sintió anticuado, o acaso viejo y con el temor a no haber celebrado lo suficiente. El caso es que dejamos de ser sólo mis padres, mis abuelos y yo. Vinieron tíos y primos, se mataron dos lechales para la ocasión porque el hermano de mi madre era pastor. De repente había entrantes, mariscos, pescado en salsa, lechazo. La discreta Nochebuena se convirtió en una boda donde los niños y los adolescentes teníamos regalos de Papá Noel, lo nunca visto. Los picatostes con chocolate quedaron relegados para la Nochevieja, que mis abuelos recibían con suma moderación: ya había habido fiesta suficiente.

Desde hace más de una década, en la casa de mi abuela ya no hay picatostes ni ninguna otra cosa. Mi abuelo murió, también mi madre y un primo. Yo ya no voy al pueblo en Navidad, a mi abuela la visito en una residencia, y sin embargo todo aquello sigue ahí, porque nunca me he marchado de esas Navidades. No estoy hablando sólo del recuerdo, sino de la memoria convertida en mandato por pura fidelidad, por amor. Entiendo que, en no pocos casos, la vejez consista en dejarse habitar por el pasado, a veces incluso en desligarse por completo de las circunstancias presentes y retornar a la matriz. Observamos eso desde fuera como algo aberrante, pero quizás deberíamos considerarlo con ternura. A lo mejor incluso es posible que el tiempo no sea como lo vivimos, una línea que va arrasando con todo. Acaso se pueda habitar en los repliegues, estar en todas partes a la vez, en fin,  esas ideas viejas susurradas por nuestros miembros fantasmas. Mientras ellos sigan ahí, yo gritaré en los zaguanes “¿Se canta o se reza?”.

Felices fiestas.

 

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