Fuiste el rey

Elvira Navarro
Hay quien nunca es rey, o reina, pero hay que jugar con cartas verdaderamente malas para no haber saboreado jamás algún triunfo. No estoy hablando de grandes gestas, sino de cosas cotidianas. Desde niños aprendemos lo que es el éxito o el fracaso: sacar las mejores notas o las peores, ser el preferido de los padres o el ignorado, tener alguna cualidad que brilla y con la que ningún hermano puede competir o virtudes que nadie mira porque no son valoradas en nuestra familia, partir la pana en el cole o ser el marginado, estudiar lo que nos gusta y demostrar talento o resignarse a ejercer lo que sea sin entusiasmo ni aptitud. Etcétera.
En La cena de los notables, un ensayo de Constantino Bértolo que publicó Periférica sobre la escritura, la lectura y la crítica, su autor nos dice que hay un nivel de lectura que es biográfico, y que aplicamos en primer término a nuestra propia vida: “Uno es el héroe (o antihéroe) de su propia novela”, afirma Bértolo, y “lo llamativo es que el instrumental de esa lectura –como de cualquier otra- es objetivo, ajeno, social. Nos leemos ‘externamente’ a través de la categoría que encontramos en el entorno social, aunque la interiorización de ese código narrativo nos haga pensar lo contrario. En esa lectura integramos, por aceptación o rechazo, las lecturas que de nosotros hace el tejido social que nos rodea: familia, trabajo, afectos, etc. La materia de la narración autobiográfica son las vivencias experimentadas como historia personal, la memoria plasmada narrativamente en recuerdos y olvidos”. Es decir: lo que es éxito o fracaso es, en primer término, un juicio social que asumimos, o no. En ambos casos, evidenciamos que lo personal no es tal.
El protagonista sin nombre de Fuiste el rey, la segunda novela del escritor madrileño Fernando Ariza que acaba de publicar la editorial Tres Hermanas, está obsesionado con su memoria. Cree haber vivido engañado. Si consigue averiguar qué pasó realmente, quizás cambie su identidad entera. ¿O no? Esta duda se abre paso en un contexto de crisis económica, debido a la cual el joven se ha ido a vivir con su novia a Bruselas. Mientras a ella le va bien (laboralmente hablando), a él, que es de clase alta y nunca ha tenido que hacer esfuerzos por ganarse el pan y la estima, le despiden (o se hace despedir) de varios trabajos. Empieza a verse como un perdedor, y no sólo por no tener empleo, sino también porque en Bruselas no es más que un paria. Su identidad se resquebraja, y en entonces cuando empieza a hurgar en sus recuerdos a través de la escritura, lo que le lleva a un descenso a los infiernos excepcionalmente bien narrado. Fernando Ariza sabe imprimir un ritmo de thriller, y tiene un gran talento para novelar y para la captación psicológica y de ambientes (las descripciones de una Bruselas inhóspita son fabulosas).
Fuiste el rey puede leerse como un El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde del siglo XXI porque narra un descubrimiento de la propia sombra no exento de elementos mágicos (el cuaderno donde el protagonista indaga en su pasado cobra una extraña vida), pero también como el Hyde de una generación, la de quienes nacimos en los setenta y principios de los ochenta y vivimos en una socialdemocracia que funcionaba mejor que ahora, y bajo la promesa de que el futuro sólo podía ser esplendoroso. Tales fueron, entre otros, nuestros referentes de éxito o fracaso, y de esto último estamos armando ahora el relato. “Van saliendo más novelas sobre españoles expatriados durante la crisis. Y las que faltan”, dice en Twitter sobre el libro un tal @_adriangrant, a quien no conozco pero al que doy la razón. Yo es la segunda que leo; la primera fue Filtraciones, de la también madrileña Marta Caparrós. Ambas son más que recomendables, y la cuestión es si seremos capaces de sacar oro de la sombra no sólo en los libros.