Elígeme
Teresa Viejo
Lo es. Eso siempre se sabe, dice. Algo en su interior sugiere que él es quien ella espera. Tengo la certeza de que sí, recalca. Me ha temblado el cuerpo al mirarme con esos ojos entre grises y azules que me han clavado al suelo.
Habla a borbotones. A la mujer que capitanea una dirección general y dirige los destinos profesionales de quinientas personas le tiembla la voz mientras busca el rastro del hombre que acaba de conocer. Se supone que debería de responderla con sentido común y solo me nace un ¿estás segura? Una pregunta retórica pues se observa a la legua que perdió su seguridad al poco de entrar en la sala.
Mírale, está con aquel grupo pero desea volver a mí. Se regresa a los lugares donde uno ha permanecido un tiempo, pienso, porque en quince minutos nadie echa raíces. Mi amiga se frota unas manos heladas antes de cazar al vuelo una copa de vino de una bandeja. Deséame suerte, ruega antes de dirigirse hacia su presa. ¿Presa? Temo que en asuntos románticos la víctima y el victimario presentan fronteras difusas.
Me pregunto qué motiva a una mujer de convicciones feministas, atractiva y solvente en cualquier cara del poliedro de su vida, a fantasear con un hombre de quien ignora todo, aduciendo que el destino ha elegido por ella. Me preguntó por qué no ardieron sus cuentos de princesas cuando quemó las naves tras su divorcio. Qué agrieta más su solidez de mujer empoderada, el paso del tiempo o dormir sola. Qué creencia habrá enrocado en su mente como para quebrar su proverbial sensatez. Si quizá los amores de su hija adolescente han revivido en ella tópicos que yo hubiera dado por perdidos.
No es la única mujer a quien le remueve un hombre, incluso sin conocerle. El pensamiento de que existe una idoneidad casi cósmica entre seres que solo han intercambiado unas palabras es más común de lo que imaginaba; con frecuencia detecto cómo la solidez femenina pende de unos alfileres llamados “si me eliges, valgo”, echando por tierra cualquier razonamiento que sustente un amor entre iguales.
En el año 1984 Alan Rudolph dirigió una deliciosa película llamada Choose me que todavía se deja ver con gusto. En ella un puñado de personajes buscaban a la desesperada un match, una conexión, enamorarse a primera vista, puesto que la felicidad anhelada era provocada no tanto por el deseo de amar como de convertirse en el objeto amado, algo cuyo primer paso era acaparar una mirada el tiempo suficiente para ser elegido/a.
Del mismo modo mi amiga, en mitad del acto social al que hemos acudido juntas, se dirige en este momento en pos de un hombre desconocido a fin de implorarle “elígeme”. En el caso de lograrlo reforzará su autoestima, en el contrario temo que tocará recomponer los pedazos de cristal en que esta se habrá convertido.
Mientras la observo interactuar con el ser a quien ella cree un príncipe, viene a mi cabeza una escena de El método Kominsky (serie de Netflix de lo más recomendable) donde una admirablemente bella Jane Seymour asciende por la escalera con la agilidad de una mujer de 30 años tras haber rechazado a un amor, que regresa a su vida a través del tiempo, por no estar dispuesta a tolerar sus salidas de tono.
Días atrás la actriz lamentaba que los grandes diseñadores no vistiesen cuerpos como el suyo –impresionante a sus sesenta y ocho años– y me reafirmo en que las mujeres fuertes eligen, no son elegidas.