Relatos únicos
Elvira Navarro
Creo que fue en los 90 cuando todo el mundo hablaba del “pensamiento único” para referirse a lo que el sistema daba por bueno, por “verdadero”. Era una expresión muy elocuente, porque la redundancia del “único” señalaba la paradoja, y también lo imposible, de que la realidad, a la que no accedemos directamente, sino a través de interpretaciones de los hechos, del lenguaje, tenga un solo relato. El uso extendido de la expresión “pensamiento único” para impugnarlo le resultaba tranquilizador, esperanzador, a la estudiante de filosofía que yo era: parecía asumida una saludable duda sobre lo que nos contábamos y nos contaban, sobre “lo real”.
Todo es paradójico. En aquella España donde estaba extendido el uso de la expresión “pensamiento único” para señalar lo engañoso, las cosas iban mejor que ahora. Los salarios de los curritos no llevaban una década congelados, no había un desfase preocupante entre lo que se ganaba y lo que costaba vivir, no había recortes masivos y el marco ideológico neoliberal no estaba normalizado. Las clases medias no vivían con una constante sensación de pérdida de estatus, la prensa no se había convertido en un ininterrumpido programa de sucesos, el victimismo, siempre manipulador, no había sustituido a la legitimidad. Todo parecía más sólido, y sin embargo, por aquí y por allá, se apuntaba a la grieta: ojo con creernos el relato oficial.
Hoy que aquello ha saltado por los aires y el neoliberalismo, que destruye lo que toca, resulta no obstante imbatible —aun cuando muchos expertos señalan que el sistema está acabado—, no suele usarse lo del pensamiento único. Ya no está en boca de todos que somos unos simples narradores falibles y que sólo hay acceso a lo real a través del lenguaje. Cuando nada es sólido, la paradoja no desaparece, sino que cambia de forma: el narrador quiere volver a ser omnisciente, y se toman las interpretaciones como hechos, de tal modo que los relatos, que siempre tienen un componente irreductible de ficción, se dan por verdaderos sin que ni siquiera los hechos más incontrovertibles tengan el poder de derribarlos, pues se obvian con toda tranquilidad. Con unos relatos extremados que no obedecen a nada salvo al delirio propio, el diálogo, es decir, la posibilidad de corregir las falencias de las historias que nos contamos en nuestro intento de comprender el mundo, desaparece, porque lo que los demás nos dicen se ha tornado en inverosímil. Y en parte es así, pues se miente más que nunca. Nuestros “adversarios” (y nosotros en tanto que “adversarios”) se convierten (nos convertimos) en unos fantoches embusteros a los que no profesamos respeto alguno. Para los neoliberales, Unidas Podemos va a implantar el estalinismo; para cierto feminismo, todos los hombres son violadores y maltratadores; para los que buscan salvapatrias, Vox va a traer la igualdad. Da exactamente igual que Podemos reivindique medidas que mayormente entran dentro de lo que sería una socialdemocracia de izquierdas y no un estalinismo; que la mayor parte de los hombres con los que una trata no sean violadores ni maltratadores —ni que esa generalización caiga en un determinismo esencialista que las feministas debemos combatir si queremos la emancipación y la igualdad para todos—. Y, por supuesto, da igual que Vox recoja en su “programa para la igualdad” medidas como desmantelar nuestro sistema de pensiones, suprimir las autonomías, la estigmatización del inmigrante o el no reconocimiento de la violencia de género.
En la época de la posverdad y las fake news, cuando es quimérico para el ciudadano saber en profundidad y con rigor qué pasa, ha habido, quizás para solucionar nuestra necesidad de tener algo a lo que agarrarnos, una regresión a ese estado de barbarie del que la literalidad es un síntoma. Empezamos a no estar tan lejos de esos fanáticos religiosos que creen que Dios hizo el mundo en siete días o que Eva salió de la costilla de Adán en la medida en que buscamos la verosimilitud únicamente en lo que se ajusta a nuestras creencias.