El activismo es un concepto que ha acabado resultándome repelente desde que estalló la crisis, tuvo el lugar el 15-M y en los suplementos culturales la ficción política y/o social pasó de apestada a niña bonita: muy mal hay que hacerlo, muy tópico hay que ser, para que el autor o autora no salga encumbrado, con un halo de santidad y el calificativo de “necesario”.  Prima un trazo tan grueso que se convierte en grotesco. Sé que hay excepciones, así que discúlpenme: estoy hablado de lo general.

Hay que quedar bien, sea lo que sea que eso signifique,  incluso en ámbitos donde tal cosa se paga muy caro. Así, un intelectual tratando de quedar siempre bien, ¿en qué se convierte? Nuestro peor vicio es el miedo, y luego la vanidad. Por eso la palabra “activista” me rechina desde que militar en algo vuelve a percibirse como “necesario” y queda chachi estampársela en el currículum para que todo el mundo sepa lo bueno/a y justo/a y  comprometido/a que se es. Como los beatos, que cuando van a misa procuran que todo el mundo se entere, haciendo caso omiso de lo de que tu mano derecha no sepa lo que hace la izquierda.  

No me cabe duda de lo beneficioso y necesario que es buena parte del activismo, ni de que si alguien dedica el propio tiempo en participar en acciones directas para conseguir cambios sociales y políticos pueda autodenominarse, por objetividad y no por ego, activista. Sin embargo, ¡cuánto más recta, “comprometida”, sonaba esa palabra cuando no resultaba prestigiosa y sí, en cambio, “comprometedora”! Lo mismo pasaba con las ficciones manifiestamente políticas en aquellos tiempos en los que más de un crítico decía que la literatura no podía ser política. No estoy hablando aquí de que fueran mejores aquellos tiempos, pero sí de que, al menos, podíamos estar seguros de que ahí había alguien capaz de jugarse algo (el prestigio en el caso de los escritores).