Solovki
Elvira Navarro
Hay lugares que casi no existen, no sólo porque están en algún confín (¿pero qué sitio no es un confín de algún otro?), sino porque esconden nuestras vergüenzas. Todas las vergüenzas son idénticas. Da igual que hayan ocurrido en Ruanda, en Alemania, en una checa de Madrid o en Solovki. Me sorprende que haya quien establezca grados en el mal, como si el que se hizo en nombre de un supuesto bien fuera menos malo. Cada ideología —cada religión, cada secta— tiene sus justificaciones y hasta sus negaciones. Recuerdo una entrevista a Marguerite Duras que publicó la revista Quimera hace más de veinte años —entrevista que atesoré en mi fanatismo durasiano—, donde, tras hablar de su enrolamiento en el Partido Comunista Francés y de su posterior decepción, la autora se refería a toda doctrina como “la misma noche política”. Se me quedó grabada aquella designación, tan evocadora de todo el mal que somos capaces de hacer en nombre del bien.
La misma noche política eran las palabras que resonaban en mi cabeza mientras recorría la exposición que acoge ahora mismo el Centro de Arte de Alcobendas con motivo de la edición de PHotoESPAÑA 2019, llamada Solovki y presentada como un proyecto de Juan Manuel Castro Prieto y Rafael Trapiello. Premio Nacional de Fotografía el primero y documentalista el segundo, el trabajo que han llevado a cabo en el archipiélago ruso de Solovetsky estremece. Estas islas, que están en el Mar Blanco, albergaron los monasterios homónimos. Más tarde, y por decreto de Lenin, el complejo ruso ortodoxo dedicado a la vida religiosa se convirtió en el campo de prisioneros que, según Solzhenitsyn, fue el modelo para el GULAG. En 1926 el campo de prisioneros se tornó prisión. Allí se refinaron las reglas para el Terror, que tiene otros nombres: racionalización del mantenimiento y manutención de los presos, por ejemplo. O ensayo de métodos de ejecución. La misma noche política.
En las imágenes de Castro Prieto y de Trapiello, fantasmagóricas algunas, hiperrealistas otras (el hiperrealismo es una modalidad de la fantasmagoría), hay un enorme silencio, como si nunca hubiera pasado nada allí, salvo el tiempo. Pero cada polo llama a su contrario, así que, junto al vacío y su condición espiritual —todo vacío obliga al desapego— late el fervor por imponer unos ideales, el ruido del fanático cargado de loables intenciones —de justificaciones para el mal—, el convencimiento vomitivo. El sueño de la razón produce monstruos, y se cometen las mayores injusticias en nombre de la justicia. La misma noche política.