Soy lectora porque aprendí muy pronto que los libros, además de divertirme, me enseñaban cosas sobre la vida. Enseñar cosas sobre la vida no es lo mismo que aprender buena conducta. Si acaso, esto último adquiere pleno sentido cuando hemos comprendido el alcance de las cosas.
Los libros te enseñan a través de la experiencia de los personajes, que conviene que no sean modélicos porque no existe nadie que en verdad lo sea. Incluso los seres más bellos esconden monstruos en el armario. Descubrir que nadie es santo resulta bastante liberador, pues gracias a ello relativizamos nuestros errores, nos perdonamos y aprendemos, de paso, a perdonar a los demás.
Es posible que llegue un momento en el que los cuentos que reproducen roles sexistas desaparezcan porque carezcan de sentido, porque ya no nos digan nada sobre nosotros. Por otra parte, los niños no son idiotas: saben dónde hay un aprendizaje y dónde un simple catecismo. El mundo es sexista y muchas otras cosas turbias, y los cuentos tradicionales lo reflejan; sin embargo, no podemos limitar el sentido de un relato por la literalidad con la que reproduce determinada ideología, porque incluso de lo literal se pueden hacer muchas lecturas (o dicho de otro modo: lo literal es casi imposible). En la lectura intervienen muchos factores, empezando por la subjetividad de quien lee, que proyectará (seleccionará) lo que más le resuene. Por ejemplo: Caperucita es también una niña valiente que atraviesa el bosque.
La literatura no es un manual de buena conducta, sino un espejo del mundo a través del cual, con suerte, podemos llegar a comprender más cabalmente nuestras circunstancias, incluso a veces a imaginar un mundo mejor, pero no porque nos lo impongan. Es decir: no porque nos vengan con mentiras, que es lo mismo que tratar al lector de tonto. También funciona así en los libros infantiles.
Recuerdo que una vez, siendo yo niña, una bienintencionada tía monja, sabedora de que me encantaba leer, me regaló una novela protagonizada por una chiquilla ejemplar, Pollyanna, quien le encontraba el lado bueno a todas las situaciones. Era muy raro que yo abandonara los libros, y sin embargo con éste no pude, pues tuve la impresión de que de aquella cría de optimismo exagerado no tenía nada que aprender. O dicho de otro modo: me pareció que aquel libro, además de aburrirme a mares con su repelente buenrollismo, me mentía. Y estoy segura de que si mis padres se hubieran empeñado en que yo leyera únicamente historias tan soezmente ejemplarizantes como ésta que me regaló mi pobre tía monja, a día de hoy aborrecería la lectura y no entendería para qué diablos sirve la literatura.