Qué concepto tan esquivo es el de la venganza. Bajo la luz más auspiciosa puede aparecer casi como un sinónimo de justicia ante la falta de justicia, como una acción heroica por parte de quien la ejerce y más que merecida por parte de quien la sufre. Si pensamos en los grandes héroes de la historia, la literatura o el cine, muchos recurren a la venganza con la convicción de quien hace lo que debe. “Ajuste de cuentas” lo llaman, como si hubiera algo que corregir o a lo que devolver su natural equilibrio. Pero si nos acercamos algo más a la palabra venganza, pronto se dejan entrever las grietas de la subjetividad. El vengador se arroga la potestad de decidir quién merece el daño y qué tipo de tormento se debe aplicar. No suele ser ligero el desquite: como es bien sabido, las venganzas suelen ser terribles.

Planteemos el caso de Idomeneo, una de las más tempranas (pero no por ello menos geniales) óperas de Wolfgang Amadeus Mozart. Al inicio de la misma se nos presenta el final de un conflicto bélico y el inicio de un conflicto moral: qué hacer con los vencidos. Troya ha caído y los cretenses están ahora a cargo de los prisioneros de guerra. El victorioso Idamante, hijo del rey Idomeneo, ordena su liberación. Estupor, incredulidad, reproches. ¿Se debe redimir al enemigo? ¿No merecen acaso una represalia en condiciones, más aún ahora que están indefensos y el ensañamiento se presenta libre de todo riesgo? Por si esto no fuera suficiente, el director de escena Robert Carsen renuncia a la Creta clásica para mostrar las consecuencias de una guerra que bien podría ser una de tantas que siguen hoy desatadas. Los prisioneros son, además, refugiados condenados a vagar en busca de un nuevo hogar y, previsiblemente, a exponerse a un desprecio constante. Se les intuye ya como perfectas cabezas de turco. ¿Les suena?

Por suerte, Idamante responde a la mentalidad esperable (que no común) del siglo XXI. Cree en el perdón y lo practica. Es un hombre racional, aunque no por ello sin sentimientos: sin ir más lejos, está enamorado nada menos que de Ilia, hija del rey adversario ahora fallecido. Entiende la perogrullada (tan estratégicamente empleada estos días) de que el odio solo genera más odio, y sabe que únicamente la magnanimidad puede romper ese círculo destructivo. Sin embargo, hay otros deseos de venganza en la historia: los del corazón de Elettra, tercera en discordia que ama a Idamante sin ser correspondida. Ella encarna, como ningún otro personaje de la ópera, el poder destructor de quien necesita, más que ninguna otra cosa, resarcirse para anestesiar sus propias penurias.