Apocalipsis

Elvira Navarro
Ocurre siempre que la realidad parece que nunca más vaya a ser la que era y que su mutación nos arroja a un lugar peor. El miedo nos paraliza, y ante la perspectiva de la pérdida, lo que no valorábamos se nos antoja un paraíso. Buena parte de las definiciones de felicidad participan de esta idea de un cielo que sólo lo es de manera inconsciente, y a veces por mero contraste con el infierno. Quienes desean conquistar o perseverar en el poder a toda costa, saben cómo accionar este mecanismo. No hay nada más eficaz que extender el miedo, que escupirnos todo el día la amenaza de un mundo terrorífico que nos espera a la vuelta de la esquina. ¡Que vuelven los rojos con sus chekas! ¡Que vienen los fascistas! ¡A las barricadas!
Pero no quiero hablar aquí de la manipulación, sino de quienes la permitimos e incluso la disfrutamos, alentándola: nosotros. Le tenemos cogido el gustito a los apocalipsis, siempre y cuando sean de mentirijilla o los sufran los demás. Obtenemos un placer morboso con los asesinatos y las catástrofes, con el espectáculo de nuestro mundo desmoronándose, a condición de que no nos pille más que como sufridores cómodos: a ratitos y a distancia. ¿A quién no le gustaba de niño pasar unos buenos sustos en la casa del terror? ¿Quién no se ha hecho palomitas para ver Al rojo vivo?
El morbo es como la cara B de lo sublime, esa experiencia que describía Kant en la Crítica del juicio con este ejemplo: un individuo contemplando a salvo, resguardado, el estremecedor espectáculo de una tormenta e imaginándose, gracias a ello, el poder de Dios. La admiración y el temor se daban aquí la mano. Pero el Dios de Kant era el cristiano, el del amor, cuya grandiosidad atemorizaba al hombre sólo por la magnitud ilimitada de su poder.
A veces no nos fascinamos con lo que nos produce miedo, sino euforia, que es lo mismo pero al revés. ¡De repente creemos que algo nos va a salvar! Una novia, un nuevo partido político, una nueva religión, una dieta anticáncer. La euforia nos vuelve tan placenteramente ciegos como el temor de butaca.
Mi afán aquí no es moralista. Disfrutar de una buena peli de terror, o de un calentón al que llamamos amor —disfrutar, si me apuran, incluso de Al rojo vivo o de las declaraciones mostrencas de los políticos—, no tiene nada de malo, siempre y cuando sepamos de qué trata el juego. Lo malo viene cuando nos lo creemos. Cuando pensamos que lo real son esas distorsiones. Y algunos días parece que no haya otra cosa que distorsión. Puesto que la realidad no deja de ser una ficción consensuada con capacidad de generar efectos, la pregunta aquí es por qué la necesitamos hoy tan fuera de quicio. Para qué queremos desquiciarnos.