Con-sentimiento

Teresa Viejo

Teresa Viejo

Tenía dieciséis años cuando el profesor X me invitó al teatro. Me vestí con la única blazer de mi armario y calcé zapatos de tacón. Aquel día sentí que en la escalera de la vida subía varios peldaños de golpe: aplaudiría una obra de Lorca junto a un hombre al que admiraba, ese cuya voz al hablar de literatura me impulsaba hacia mi destino pues algún día yo también contaría historias que estrujasen el corazón.

A la vuelta, en el interior del coche, me besó. Dentro de mí me sacudió un latigazo incandescente, fuera un iceberg clavó mi trasero al asiento helando mis músculos. Yo no pretendía eso. Yo solo deseaba que elogiara mis escritos, como otras veces, aduciendo que en ellos se deslizaba el talento. Entonces planearon sus manos sobre mis muslos antes de ascender por ellos. Abrí la portezuela y corrí hacia mi casa. Jamás volvimos a hablar. A partir de entonces cuando el profesor X impartía sus clases eludía mi mirada, y al final de curso yo perdí la matrícula de honor a la que aspiraba.

Le llamo X porque no recuerdo su nombre, porque el rodillo de la desmemoria le ha convertido en una nebulosa a la que cuesta dar forma y porque a las mujeres la resiliencia nos lanza con propulsión meteórica a fin de soltar el mayor lastre posible en el camino.

Ayer, viernes 27 de abril, un día después de la sentencia de #lamanada, la periodista Cristina Fallarás –una de esas mujeres sin pelos en la lengua y con alas en el corazón- pidió a sus followers que se animaran a compartir en la red aquellas experiencias a las que la rabia de una sentencia arcaica les había llevado; #cuéntalo sugirió ella y un día después el grito de las mujeres pasa los 200.000 tweets en un planeta viralizado.

Las mujeres vomitan y los hombres, ojipláticos, pendulan de la incredulidad a la vergüenza de su género. Del “leo vuestros comentarios y me siento desolado” al “las tías sois unas exageradas os ba la marcha” –reproduzco lo escrito-. Hay individuos con una sintaxis tan desestructurada como su cabeza.

La historia del profesor X es mi #cuéntalo, pero podría sumar otros en los que el interlocutor responde mirándote al escote o hilvana comentarios soeces cuando tú estás tratando de argumentar la cuadratura del círculo. Sin ir más lejos, hoy un seguidor de una red social se quejaba tras haber sido bloqueado porque “solo te dije un piropo breve, muy simpático y sin maldad”. Hombres del mundo, ¿qué es maldad para vosotros? El hecho de responder a una reflexión que apela al intelecto con un comentario tipo “estás muy buena, te conservas muy bien”, quizá no sea maldad pero sí síntoma de pésima educación. Y denota un uso limitado de las neuronas.

Puesto que buena parte de las relaciones humanas mejorarían aplicando el bálsamo de la empatía, cabría sugerir a los varones que antes de responder se preguntasen si hubieran contestado a la misma cuestión propuesta por un hombre diciéndole “te queda muy bien la barba, estás muy bueno”.

La sentencia de #lamanada ha reactivado la marea violeta porque conecta con el nudo gordiano de lo que estamos viviendo: un cambio histórico sin parangón.

La primitiva idea de que el hombre expresa su deseo, provocado por la mujer, hay que borrarla del imaginario colectivo. Forma parte de un siglo perdido en los tiempos donde la violencia era uno más de los derechos del hombre. Entronca, eso sí, con dos sexualidades vividas de forma distinta: una penetradora –y en consecuencia agresiva y virulenta, hormono-dependiente-, como la masculina; y otra penetrada y, por tanto, susceptible víctima de la dominación: “Dejaba que me follara cuando venía pasado de copas para no verle agresivo”, he leído en algún tweet planteando la duda de si las relaciones no consentidas en la pareja se consideran violación o no. Los políticos y juristas ya están destripando el Código Penal.

Las ramificaciones del androcentrismo llegan tan lejos que los baremos de lo que entendemos por consentimiento, aceptación, incluso placer o deseo, reflejan los patrones sexuales masculinos. “Esa tía es una calientapollas; te besa y luego no remata”, repiten hombres –adolescentes o maduros- cuando se frustra su deseo de culminar mediante un coito o eyaculando. Expresiones así, aparte de denigrantes, demuestran una clarísima ignorancia, tanto de la sexualidad como de la emocionalidad femenina. Sonreír no implica consentimiento. Abrazar no lo implica. Besar tampoco. Incluso si una mujer hubiera llegado a la intimidad suficiente para presuponer que se producirá la consumación de una relación sexual, el consentimiento solo lo expresa un clarísimo “SÍ”.

Lo advierte con claridad meridiana mi amigo José María Tomás y Tío en un artículo publicado en el Diario Levante. José María -hombre cabal-, magistrado de lo penal, es presidente de la Sección Segunda de la Audiencia Provincial de Valencia: “La libertad se ejerce en positivo. El NO en absoluto legitima lo que requiere el SÍ (…). El texto penal que marca los contornos de la acción punible requiere que “medie el consentimiento”, equivalente a que concurra la libertad”.

¿Acaso hubo un sí de “C”?

Por cierto en la sentencia temo entrever alguna patología en el voto particular: la observancia de placer en la dominación y la sumisión de la víctima no anuncia buena salud sexual. El magistrado y quienes tutelan su ético desarrollo profesional deberían hacérselo mirar.

Como José María, como cientos de mensajes masculinos que he leído, al igual que una buena parte de los hombres, ellos se abochornan y abaten. Les encoleriza la sentencia y les sofocan comportamientos a los que quizá no habían prestado ni la atención ni la importancia debidas. Al mismo tiempo ignoran cómo ponerles freno, cómo trazar límites y advertir a sus congéneres que “así NO”.

¿Cómo? Situando en el centro de todo al ser humano, con independencia del género. Transformando el “consentimiento” en con sentimiento.

Si bien somos seres imperfectos, tenemos la obligación de mejorarnos.

 

Teresa Viejo es escritora y periodista

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