Espejos
Elvira Navarro
Avenida Daroca con Altamira, once de la noche. Hemos dejado el coche en una calle cercana y oscura, frente a un colegio, tras media hora rastreando los alrededores de mi casa en busca de un aparcamiento. Nos encontramos con una mujer sola, muy quieta, extraña. Lleva unos cascos. Cuando nos ve, se los quita y finge llorar. O eso me parece. Esa mujer, me digo, va a teatralizar su desamparo para que le demos unas monedas. Mi novio se detiene. “¿Se encuentra usted bien?”, le pregunta. La mujer muestra, o quizás yo tengo razón y sólo finge, desorientación. Es extranjera, diría que del este, cincuenta y muchos, pequeña de estatura. Se da un aire a Giulietta Masina. Sólo pronuncia tres palabras: Vicálvaro autobús cuatro. “Te podemos llevar hasta Alcalá, y allí coges el metro”, le dice mi novio. Yo sigo desconfiando. La mujer a ratos llora, o hace que llora. Nos quedamos parados los tres en la acera un buen rato, en pleno febrero helado, sin decir nada. Finalmente saco mi móvil para consultar por dónde pasa la línea cuatro de autobuses, pero antes de teclear el pin, la mujer trata de acariciarme la cara. “No me toques”, le digo. Su gesto me da la razón, o eso quiero creer. Ya estoy casi segura de que es otra cosa lo que se esconde bajo su desamparo. Quizás está loca, borracha o ambas cosas. Guardo el móvil en mi bolso y le digo: “Vamos a Alcalá y allí tomas el metro”.
Mi novio le hace un gesto para que nos acompañe. Intentamos que camine a nuestra vera, pero ella insiste en ponerse detrás. Nos detenemos varias veces para ir a su altura y no hay manera: la mujer deja ipso facto de caminar, como si no soportase tenernos a su lado. O como si fuera nuestra sombra. A lo mejor le damos miedo. Nos rendimos y la dejamos que nos siga. Puesto que he decidido que está loca, imagino que nos golpea: ahora soy yo la que teme. Por momentos, me da la impresión de que se nos acerca demasiado, como si tratara de pegarse a nuestra espalda, pero no sé si se trata de mi aprensión. Mi novio aún duda de si de verdad necesita ayuda, se lo noto en su solicitud, que sin embargo ya no es total. Algo se ha quebrado. El comportamiento de ella es demasiado errático. No va mal vestida, ni sucia, sino todo lo contrario. Parece haber terminado de acicalarse hace poco, no para una cita importante pero sí, por ejemplo, para tomarse una cerveza con alguna amiga. ¿Y si tiene un ataque de amnesia y lo suyo es llevarla a un hospital? Me giro varias veces para observarla, y ella me mira con frialdad y desconcierto. Desecho mi hipótesis de la locura, porque advierto cálculo en esas dos actitudes. Me invento una historia más novelesca: a la mujer, recién llegada a Madrid, la acaba de abandonar su marido tras una pelea, y ella es una buscavidas que procura camelarse a alguien para pasar la noche a cobijo.
Cuando llegamos a Alcalá, ya no está. La mujer se ha desembarazado de nosotros, al fin.