La soledad de una reina
Laura Furones
Isabel sabe que la única manera que tiene de sobrevivir en un mundo de hombres es ser más masculina que todos ellos. Y actúa en consecuencia: ejerce su poder con mano férrea, reniega de cualquier atisbo de relación humana y se dedica en cuerpo y alma a su profesión. ¿Su premio? Ser una poderosísima reina. ¿Su castigo? Estar condenada a un aislamiento que, en el invierno de su vida, la sobrepasa.
Isabel ama, y el sentimiento le aterra. Ahogar los deseos del corazón para pretender que no existen es una estrategia tan extendida como condenada al fracaso. El amor es, ante todo, vulnerabilidad, y este es un precio que ella no puede permitirse pagar. Por si fuera poco, no ama a un cualquiera. Ama a un hombre décadas más joven que ella, que solo le recuerda su propia decrepitud. Isabel tiene grietas en el alma y arrugas en el rostro. Su profunda frustración consigo misma no la hace precisamente tentadora.
Isabel es la reina de Inglaterra y de Irlanda. Es la última de la dinastía Tudor, hija de Ana Bolena y Enrique VIII. Pero, en realidad, es una mujer ajena a la vida. El esplendor del universo por el que se pasea choca de lleno con la miseria emocional a la que está condenada. La historia la recuerda con uno de los sobrenombres más amargamente ilustrativos: la Reina Virgen. Muere en 1603. Una barca iluminada con antorchas la lleva por el río Támesis, y una carroza de caballos la deposita en la Abadía de Westminster. En medio de una multitud consternada por el fallecimiento de una reina, muere una mujer sola.
No muy lejos de allí, en el Covent Garden, se estrena la ópera Gloriana del compositor británico Benjamin Britten. Han pasado 350 años, y no se trata de una velada de ópera al uso: se celebra la coronación de otra Isabel, que hoy sigue siendo cabeza de Estado del país anglosajón. El teatro de ópera londinense rebosa de poderosos dignatarios, joyas obscenas y ceños fruncidos. Todos esperaban una noche que enalteciese a la nueva Isabel a través de una ópera que presentase a su tocaya Tudor bajo una luz resplandeciente. Pero el compositor puso sobre el escenario, para su público escrutinio, un oscuro retrato psicológico de una mujer débil y al límite. Un insulto en toda regla que condenó a Gloriana a un olvido del que, aún hoy, no ha terminado de recuperarse. Britten había desenterrado algo que nadie quería recordar.
Las mujeres estamos por fin empezando a aspirar a posiciones de poder en la sociedad. La pregunta que debemos hacernos es si queremos ejercerlo de la manera agresiva, fallida y a menudo psicópata que hemos vivido durante siglos. Deberíamos poder ser profundamente poderosas e irrenunciablemente humanas a la vez. De hecho, esa es la única apuesta posible, aunque a menudo parezca una pretensión esquiva. Hay mucho que aprender de los errores pasados. En ese sentido, Gloriana sigue estando de rabiosa actualidad.
Laura Furones es directora de Publicaciones, Actividades Culturales y Formación del Teatro Real.
Gloriana se representa en el Teatro Real desde el 12 hasta el 24 de abril.