Descampados

Elvira Navarro
Vivo frente a un descampado, que es siempre un territorio extraño porque ha dejado de ser campo, aunque tampoco pertenece a la ciudad. Como mucho, se trata de un campo integrado a medias en la urbe. El que hay delante de mi piso tiene una vegetación escasa, de matorral aún seco, y está demasiado a la vista de los edificios colindantes como para que sirva de vertedero de muebles y electrodomésticos, que es para lo que suelen usarse estos terrenos hasta que son urbanizados. Es, no obstante, lo suficientemente amplio y solitario como para que los paseantes se imaginen que nadie los ve (o no de cerca, al menos).
Escribo delante de este erial, y si es verano y mi ventana está abierta, a veces me despierto con el rumor de los ciclistas. Los faros de sus bicicletas atraviesan el último estertor de la madrugada, e incluso en invierno hay quien, a las siete menos cuarto de la mañana, sin un solo atisbo del alba, recorre en bici estas afueras. Imagino que son oficinistas desplazándose casi en sueños por la oscuridad de los caminos, y que este deporte nocturno, que los alía con los fantasmas, no es reconocido por ellos durante el día, como si lo practicaran hipnotizados. Si son muchas las bicicletas que atraviesan el descampado cuando la mayoría de la gente aún duerme, yo pienso en un ejército de luciérnagas que surcan la noche en fila india, en veloces ánimas del purgatorio, en los trípodes de La guerra de los mundos buscando un lugar propicio para salir de las entrañas de la tierra.
Como cualquier otro lugar, el descampado muestra lo que somos. Que el que se despliega ante mi ventana no enseñe sus vergüenzas no significa que nos hayamos liberado de nuestras sombras. Basta con subir por un terraplén y llegar hasta la vía para toparse con sillones desvencijados, plásticos, escombros de obras presumiblemente ilegales. También hay cascos de litronas: los adolescentes escondiéndose para transgredir. Igual que los adultos. Lo que sí está a la vista, casi a cualquier hora del día, son las hordas de esforzados corredores y los paseantes de canes. También la ausencia de niños, que a mí me resulta llamativa: cuando yo era una mocosa, jugábamos en la calle, e ir a casa de alguna amiga que tuviera enfrente un descampado era una fiesta. Aquí sólo se ven críos los fines de semana, y siempre acompañados de adultos, a pesar de que no es un lugar peligroso. No hay maleantes, la basura queda lejos, pasan pocos coches y el erial es visible desde las viviendas. Cualquier adulto puede estar ojo avizor. Pero nada: los niños son llevados a esos parques infantiles que a mí me recuerdan a las casetas de perro, donde juegan bajo rigurosa vigilancia. No tienen oportunidad de vérselas a solas con la ciudad, ni con sus amigos. No sé a ustedes, pero a mí esto me resulta preocupante. Niños que crecen creyendo que hay peligro por todas partes.
En este territorio sin infancia también hay fenómenos extraños, o que lo parecen, y que enlazan con lo que he dicho al principio: el descampado como lugar parcialmente a salvo de miradas indiscretas, en donde poder entregarse a locuras moderadas. Así, un hombre que durante julio y agosto, con toda la solana cayéndole sobre la calva y la tripa (iba siempre descamisado), subía por un camino que lleva hasta una planicie, donde se quedaba muy quieto, a la espera de la nada, porque les aseguro que no ocurre absolutamente nada a las dos de la tarde en agosto enfrente de mi casa. Ni siquiera pasan pájaros. Ese hombre parecía entregado a alguna clase de penitencia. Asimismo, durante algunas semanas vi a otro agachándose en el suelo con algún tipo de herramienta. Supuse que era una pequeña pala con la que cavaba hoyos minúsculos. Luego me di cuenta que esa laboriosidad no era tan excéntrica: el hombre simplemente despejaba los caminos del deseo (nombre bellísimo para las improvisadas sendas), quizás pagado por los ciclistas nocturnos, que pueden caer fatalmente si se topan con una piedra o un matorral demasiado crecido.
No hay manera de proteger un espacio como éste, porque la ciudad seguirá creciendo, y mejor que lo haga por sitios que ya no tienen valor ecológico. Y quizás la potencia de estos lugares resida en lo efímero, que los torna indefinidos, libres para cualquier uso. Ojalá vuelvan los niños.