Cafetería Santander
Elvira Navarro
Hace poco echaron en La 2 una película fabulosa de Francisco Regueiro, Carta de amor de un asesino. La peli, protagonizada por la actriz italiana Serena Vergano, y por los españoles José Calvo y José Luis López Vázquez, gira en torno a un asesinato y a obsesiones amorosas presididas por el miedo y la morbosidad. Aunque el escenario esté al servicio de la soledad y la locura de los personajes, la espectadora que yo soy se habría tragado unas buenas dosis más de calles de ciudad de provincias de los años setenta. En las breves secuencias en las que vemos a la actriz principal saliendo de la biblioteca donde trabaja, o paseando por las afueras, junto a un río cuyo caudal me hacía pensar en el Duero o en el Ebro, estuve tratando de averiguar qué ciudad podía ser esa. Me dije Zamora. Me dije Tordesillas. También me dije que había algo muy castellano en aquel silencio de la noche invernal que Serena Vergano atravesaba, en un lugar en el que a esas horas ya no había nadie –quizás eran las ocho de la tarde, o las nueve-. La densidad espectral, inquietante y al mismo tiempo sosegada, de las calles de la provincia en invierno, pedía, así lo recuerdo, refugio y contemplación. No daban ganas de caminar a solas por esas aceras donde sólo se escuchaban los propios pasos, pero sí apetecía mirarlas tras los cristales de una casa, con una buena taza de té entre las manos. Apetecía acechar lo desconocido a resguardo, porque aquellas noches de hace años sólo las habitaban los seres de la oscuridad y los fantasmas.
Antes había más tiempo para mirar, o esa impresión tengo. Los negocios estaban adaptados a ese tiempo que matábamos mirando. Así, los expositores abarrotados de las tiendas, donde los niños podíamos pasarnos horas contemplando muñecos de goma o caramelos. Hoy pasamos velozmente por los escaparates, donde sólo hay dos o tres maniquíes que proclaman, con su delgadez, la anorexia del tiempo de las pantallas.
Reinaban las cafeterías. Mucha gente se iba a pasar la tarde a ellas. Había reuniones de amigas de edad tan provecta como sus permanentes, delante del cruasán plancha o del sándwich mixto. Las cafeterías solían cuidar la acústica, y si concurría mucha gente, eso no significaba salir de allí con dolor de cabeza por el ruido. También había personas solitarias en ellas, y ventanales, y olía al dulce de los bollos que se tostaban en la plancha mezclado con los efluvios de la mantequilla y el queso de los sándwiches. Te sabías a salvo del frío intenso que congelaba las calzadas. Tenían mucho de hogar esas cafeterías, al igual que los bares.
La película de Regueiro a la que me refería más arriba no se rodó en Zamora ni en Tordesillas, como barrunté, sino en Madrid, Alcalá de Henares y Guadalajara. Se me olvida a menudo que Madrid era, hasta hace bien poco, una ciudad de provincias por más que se proclamara capital, y que incluso cuando yo llegué, en 1995, te ibas a Cascorro y a las calles adyacentes un lunes de febrero y sólo te encontrabas con el vaho de tu respiración. Aún quedaba por aquellos lares alguna carbonería, y tenía sentido acordarse de Baroja. Acababa mis caminatas refugiada en un vaso de café y en una aguja de ternera, y el silencio era casi el mismo que el de Carta de amor de un asesino. La tarde me parecía inmensa, y se juntaba con la noche.
Todo esto viene a cuento de la cafetería Santander, que muchos de ustedes conocerán, y que lleva en la plaza de Santa Bárbara desde los años sesenta. Se trata de una cafetería mítica, de las pocas que resisten en Madrid en buenas condiciones, y donde de golpe recuerdas, y es como un cachete bien dado, lo agradable que puede llegar a ser un local de estas características y la brutal transformación que han sufrido la mayor parte de las ciudades. Los centros de las urbes se han convertido en pasillos de un mall dantesco, global, llenito de gente y franquicias donde no da ningún gustirrinín pasar más tiempo del que se tarda en consumir un café en vaso de cartón, porque las mesas están sucias, y el sitio suele ser feo, ruidoso y carece de cristaleras. Y los bollos saben a cosa industrial.
Me estoy poniendo muy señora viejuna y gruñona, y está además muy dicho esto que aquí consigno sobre lo que han perdido las ciudades desde que son parques temáticos para el consumo rápido. También han ganado algunas cosas con el trajín de personas de tantos países: los extraños nos parecen menos extraños. ¿O eso sólo ocurre porque los vemos hacer lo mismo que nosotros: comprar, hacerse selfies, comer unos typical dishes que parecen cocinados en China?
Mejor lo dejo y me voy a la cafetería Santander, a sentarme junto a los ventanales con un vino y a contemplar la ciudad tal como es ahora, sin silencio, con todo abierto.