Que fuese de Helene

Alicia de Mendizábal

Alicia de Mendizábal

Oyendo hablar a un hombre, fácil es

acertar dónde vio la luz del sol.

Si os alaba Inglaterra, será inglés,

si os habla mal de Prusia, es un francés,

y si habla mal de España, es español.

JOAQUÍN M. BARTRINA

 

A los españoles, nos pasa con nuestro país como a cualquiera con su familia, solo uno tiene autorización no oficial para hablar mal de un pariente y hacerlo a espuertas tanto como se puede criticar a la patria sin despeinarse. Eso sí, si lo hace otro en nuestro lugar, no tiene España para correr. Y nunca mejor dicho.

Quizá por esto, cuando leí la noticia del “dato histórico para la lectura en España: el 65,5% confirma que lee por placer en su tiempo libre”, lo primero que hice fue ponerla en entredicho. Busqué el gato encerrado, sin acritud, pero a la defensiva, pues quien osase decir que somos unos burros o vamos a la cola de Europa, a lo Menéndez Pidal hablaría de “Shekspir” y luego les daría un buen corte haciendo toda la conferencia en un inglés impoluto.

Porque no, no somos unos garrulos, seguramente el informe del Ministerio de Cultura tenga algún dato de avance cierto, y quiero pensar, a lo Helene Hanff, nuestra protagonista de hoy, que, frente a la creciente digitalización de todo, muchos buscan el mejor de los refugios contra las ideas planas y la falta de pensamiento crítico: los libros y, por ende, las librerías.

Helene Hanff nació en 1918 en Filadelfia, aunque la mayor parte de su vida la pasó en Nueva York, donde murió en 1997. De orígenes humildes, pero decidida como nadie, se decantó por entregarse a su pasión, escribiendo obras de teatro y más adelante guiones para la televisión, ensayos, artículos en el New Yorker y aunque la fama le acabó llegando por su puño y letra, fue de la manera más inesperada: una transacción monetaria o mejor dicho, una intercambio de correspondencia que duraría más de veinte años entre ella y una librería de Londres. Todo comenzó con un anuncio en el Saturday Review of Literature en el que la librería se presentaba como especialista en libros agotados. “La expresión ‘libreros anticuarios’ me asusta un poco. Porque asocio ‘antiguo’ a ‘caro’. Digamos que soy una escritora pobre amante de los libros antiguos y que los que deseo son imposibles de encontrar aquí”, respondió Helene Hanff.

Las encantadoras cartas entre ella y Frank Doel (luego todos los de la librería se subieron al carro) trascendieron en forma de libro (84, Charing Cross Road) y luego de película, con Anthony Hopkins, nada más y nada menos, como protagonista.

De Helene siempre me encantó su sentido del humor (cómo se enfada cuando le llega un libro roto y no puede saber quién ganó una batalla), su generosidad (a pesar del racionamiento que por entonces había en Inglaterra, les enviaba viandas y otros regalos), su curiosidad (libros religiosos, de poesía, ¡todo le interesaba!), que era completamente autodidacta (encontró en esos libreros el camino a la sabiduría) y su perseverancia, que, aunque sin llegar a la venganza o sangre, bien podrían asemejarse a la del Conde de Montecristo (“Me aturde usted enviándome a semejante velocidad vertiginosa el Leigh Hunt y la Vulgata. Probablemente no se da usted cuenta de que apenas hace poco más de dos años que se los pedí. Si sigue manteniendo este ritmo, va a sufrir un ataque cardiaco…”).

La hermana pequeña de una amiga y su íntima me contaban el otro día cómo sentían que habían sido, respectivamente, una zarina y una sirena en otra vida. No se habían fumado nada, hablaban completamente en serio y de verdad. Me quedé pensando en la idea de viajar en el tiempo, de adentrarte en otro espacio pasado al que no perteneces, al menos por un instante y siempre para resolver cuestiones pendientes o cumplir algunos sueños.

Cuando Helene logró recaudar el dinero suficiente para viajar a Londres a conocer su amada librería ya era demasiado tarde; había cerrado. Cuánto me gustaría que hubiese llegado a tiempo. Tanto como me gustaría, en caso de trabajar yo en una librería, recoger el correo un día y encontrar, entre facturas, albaranes y recibos del banco, una carta especial solicitando unos libros…

Y que fuese de Helene.

 

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