Como lo haría Peggy

Alicia de Mendizábal
[Spoiler alert]. En uno de los capítulos de la última temporada de 'Rapa', en el que el secuestrador de una niña está negociando con su familia dueña de una potente farmacéutica, la madre, aconsejada por la policía, se marca un órdago y le dice que no van a pagar hasta tener una muestra de que su hija está viva. El carcelero, atacado y de los nervios, creyendo que esa llamada era la definitiva para fijar el encuentro del intercambio rehén-bolsa de dinero, cuelga y al poco vuelve a ponerse en contacto.
“A ver si me puedes tú resolver una duda que tengo, porque lo vuestro debe ser por tener tanto dinero, ¿no? ¿O a lo mejor es por los colegios privados de mierda a los que os llevan? Lo digo porque tú piensas que a mí me puedes chulear como si yo fuese un mierda cualquiera, ¿verdad? Te crees que eres superior, ¿verdad? Os pensáis que el resto somos todos gilipollas”.
Esta reflexión del raptor se me quedó grabada.
Y es que sí, es verdad, el dinero te hace ver las cosas con mayor ligereza: te da seguridad, poder, libertad, una burbuja en la que vivir, incluso te da falsas garantías de que nada malo puede pasarte. Pero, a la vez, los ricos también lloran; si les pinchas, sangran y si les haces cosquillas, ríen. Tienen sentimientos y experimentan emociones, como aquella madre de ficción desesperada por recuperar a su hija, y pasan a actuar por instinto o impulsivamente, de manera poco racional o fría, tanto para negociar una liberación como a la hora de elegir cómo gastar su dinero.

Movida por una lectura de hace años ('El escándalo de la modernidad' de Francine Prose), el finde pasado fui a la Fundación Mapfre a ver la exposición 31 mujeres dedicada a obras surrealistas y abstractas de artistas en homenaje a la que organizó en los años 40 la galería Art of This Century de Nueva York. Su original artífice, la coleccionista Peggy Guggenheim, que tenía esa liviandad antes mencionada (“yo personalmente estaba convencida que los alemanes nunca iban a llegar a París”, decía tratando de alquilar un piso para su colección a días de la invasión) fundó este pequeño museo tras la aventura de Guggenheim Jeune para que los artistas modernos (Kandisnky, Calder, Chirico, Rothko, Tanguy…) ocupasen el sitio que realmente pensaba que les correspondía en la historia del arte.
Hija del señor Guggenheim que falleció en el Titanic, heredera a lo grande por tanto desde jovencita, amaba el arte sobre todas las cosas, llegando en época de guerra a comprar un cuadro al día (“Como tenía tiempo de sobra y todos los fondos del museo a mi disposición, me hice con el propósito de adquirir un cuadro al día [...] Mi teléfono sonaba a todas horas, y la gente incluso me traía cuadros a la cama antes de que me levantara por la mañana”). Montó la ya mencionada rompedora galería Art of This Century con el arquitecto Kiesler, promocionó a Pollock (“Yo trataba de que la gente se interesara en su obra; nunca me cansaba de hacerlo, ni siquiera cuando suponía arrastrar de un lado a otro sus enormes lienzos”), compró todo el arte que pudo, representó a su manera a Estados Unidos en la Bienal de Venecia y, lo más complicado, supo ver el futuro porque como defiende Manuel Fontán, los buenos artistas son como extraterrestres, vienen de allí, y se embarcó en esa tarea y todo lo que la rodeaba, dos maridos (Laurence Vail y Max Ernst), dos hijos, amantes, viajes, casas y fiestas en las que se fue gastando su fortuna.
Al salir de la exposición, compré su libro autobiográfico, 'Confesiones de una adicta al arte', deseosa de querer saberlo todo. Y encontré más pintores y escultores, más diversión, pero también una profunda generosidad: las personas que ayudó a sacar de Europa en plena segunda guerra mundial (Bréton y familia, Max Ernst, donaciones al Comité de Rescates de Emergencia…), los protegés (artistas que podían seguir desarrollando su carrera a cambio de darle cuadros o nada), su palacio de Venecia abierto al público para visitas y una corte que, a diferencia de lo que cuenta el escritor y editor Manuel Arroyo-Stephens a quien un importante abogado le dijo que con suerte llegaría a ser riquillo, pero nunca rico porque no sabía dar coba a los ricos, bailaban el agua a su majestad Peggy siempre que se encontraban en apuros (“vino todas las mañanas a intentar convencerme de que les prestara dos mil dólares para comprar una casa en Long Island. Lee pensaba que, si Pollock se iba de Nueva York, dejaría de beber. [...] Al final accedí a hacerlo [...] Ahora Lee es millonaria”).

La revista de estilo de vida del Financial Times se llama 'How To Spend it' y hoy que leo a uno en Twitter decir que una donación que no es estrictamente anónima es publicidad y escucho frases como “bueno, es que tiene mucho dinero”, pienso en Peggy y en su vida y en cómo se gastó su caudal. Fuese por amor al arte, por excentricidad o egocentrismo, fuese por entretenerse, la realidad última es que la vida de muchas personas, principalmente para bien, estuvieron influenciadas seriamente por sus actos.
Por ello, siempre que oigo a alguien decir “joe, cómo vive ese” y suelo responder “quién pueda, que lo haga”, pienso…
¿Y si yo pudiese? Sé muy bien cómo lo haría.
Como lo haría Peggy.