Perder el mundo
Elvira Navarro
Aunque lo perdido a menudo no es cuantificable, no tengo duda de que muchas cosas eran mejores antes, cosas que ahora no se valoran debido no solo al modo de vida actual, sino también a que no hay memoria de ellas. El tener tiempo para cocinar un buen guiso y comerlo con sosiego en una mesa puesta con mantel y servilletas de tela. El silencio en la ciudad cuando caía el sol, el detenimiento de la actividad, la mayor calidad de casi todo lo importante: el alimento, los muebles, los zapatos y de todo lo que venía de los oficios, de un trabajo bien hecho. Los coches tenían menos comodidades, pero poseían una mecánica que buscaba la duración —lo que, por cierto, resulta mucho más ecológico—. Y lo mismo con la ropa, que ahora ha pasado a ser fast fashion que acabará en el cubo de la basura antes de que termine la temporada.
El abaratamiento de nuestras vidas ha triunfado. Se nos da gato por liebre a través de una oferta ilimitada, de la ilusión de que las posibilidades son infinitas. Ocurre un fenómeno paralelo a lo que sucede en la democracia actual: parece que hay muchas opciones cuando, en verdad, todos los partidos hacen prácticamente lo mismo en lo que es importante y solo cambia el discurso, como en la sección de panadería de un supermercado: la baguete, el payés o la barra campera tienen como base una misma harina que se quedan seca e incomible apenas pasan unas horas. Y quien dice pan, dice tomates o lechugas, o el simple tiempo para prestar la atención debida a una sola cosa y no a las mil con las que se nos bombardea. Cincuenta marcas de cereales, millones de series en plataformas que conducen a un scroll desquiciado, una permanente inundación de noticias y de opiniones en las redes.
La lógica de la productividad desenfrenada parasita nuestras cabezas, nuestros hábitos, nuestra forma de habitar el mundo. Los lugares se destruyen con el único fin de atraer turistas, el medio ambiente se explota sin contemplaciones, todo se homogeneiza según los estándares del consumo, tornándose cada vez más ramplón: las ciudades, las personas, las experiencias y lo que rotulamos bajo el concepto de cultura, que ha pasado a ser sinónimo de mercado. También se tambalea nuestra autonomía. Las necesidades creadas por este hiperconsumismo —hay que viajar sin parar, renovar el armario permanentemente, tener el último modelo de móvil o de coche, un cuerpo diez a base de gimnasio y cirugía, conseguir muchos seguidores en las redes— nos vuelven más frágiles al generarnos tantas dependencias.
Asistimos a todo esto inermes porque no hay un contrapeso, un contravalor, una alternativa colectiva. Desaparece la urdimbre social, cuya dinámica no es la del consumo desaforado, y desembocamos en un individualismo ciego y bobo, pues no es posible entendernos ni comprender el mundo —tampoco hacer algo que sea valioso— al margen de los demás.