Refugiarse en Bach
Laura Furones
La música más admirada en todo el mundo surgió de la mente de un hombre cuya vida estuvo extremadamente limitada a nivel geográfico. Mientras sus contemporáneos, y no digamos músicos posteriores, viajaban por Europa empapándose de las novedades que bullían por Italia, Francia o Reino Unido, él solo llegó a abarcar un puñado de ciudades alemanas, ninguna de las cuales era en aquella época epicentro de ninguna actividad artística en general ni musical en particular. Aquellas ciudades al margen, casi irrelevantes, escucharon sus obras mientras él vivió, pero, lejos de valorarlas en su justa medida, no faltaron las críticas que las tildaron como pasadas de moda, antiguallas de una época que se quería dejar atrás cuanto antes para pasar a algo nuevo. Fue mucho más apreciado como músico – sí se valoraron sus dotes de extraordinario organista, también de cantor – que como compositor. Johann Sebastian era percibido, en definitiva, como uno más en una saga familiar que había dado y seguiría dando muchos músicos. Parecía simplemente un Bach más. Parecía.
Tras su muerte, su música pudo haber estado condenada a la desaparición. Durante casi un siglo, fue prácticamente invisible. La veneraron y estudiaron los grandes compositores que le sucedieron, de Mozart a Beethoven, de Stravinsky a Shostakóvich. Todos ellos fueron conscientes de lo que tenían delante. Pero el resto del mundo no despertó hasta que, entrado el siglo XIX, Félix Mendelssohn se decidió a llevar a cabo una labor que sabía esencial: recuperar ese legado musical de Bach y darlo a conocer más allá de unos cuantos músicos y eruditos. El impacto de dicha recuperación es más que evidente en cualquier sala de conciertos del mundo, pero va mucho más allá. Encontramos a Bach en películas, en obras de teatro, en museos, en anuncios de televisión, en bodas y hasta en mítines políticos. Está presente en todo tipo de acontecimientos culturales, entendiendo la cultura en su sentido más amplio. Su música atraviesa la sociedad en su conjunto y emociona a la vez, a nivel individual, a musicólogos empedernidos tanto como lo hace a quienes no tienen formación musical alguna.
Lo realmente extraordinario es que, cuanto más nos alejamos de la época en la que vivió Bach, más sentido parece cobrar su obra. Vistas desde el siglo XXI, las casi 1.100 composiciones que comprenden su catálogo nos apelan más que nunca, tal vez porque su dimensión no sea tanto temporal (aunque se compusieran en un momento concreto y con una finalidad concreta), sino emocional, acaso humana. La música de Bach resiste casi todo (excepto malas interpretaciones), y parece decirnos algo que trasciende el instrumento desde que se toca o las reinterpretaciones que se hagan de la misma. Hay un trasfondo que permanece inalterable, nos llegue desde el violonchelo de Anner Bylsma o desde la armónica de Antonio Serrano.
En La pasajera, ópera cuyo estreno en España acaba de llegar de la mano del Teatro Real, se escucha un fragmento de la milagrosa Chacona para violín solo en pleno Auschwitz. Lo interpreta un preso cuyo destino es el de tantos otros de aquel horror, y lo hace a modo de rebelión: no era la obra que los nazis le habían exigido tocar, y hacerlo confirma, si es que hacía falta, su sentencia. Mientras eso sucede en escena, en la vida real seguimos siendo testigos de otros horrores en un mundo en que explotan bombas por todas partes – muchas, demasiadas, de manera literal. Para los que aún tenemos la suerte de poder hacerlo, escuchar a Bach es, también, ejercer la rebelión de la esperanza, reclamar un refugio desde donde contribuir a un futuro distinto al que nos auguran. En su música, esa que compuso en su pequeño mundo, encontramos siempre respuesta, independientemente de cuál sea la pregunta.