‘Canino’ versionada por Disney

Elvira Navarro
Hace unos días vi Pobres criaturas, la última película de Yorgos Lanthimos. Admiro el cine del director griego desde Canino, que contaba la historia brutal de una familia en la que los padres tienen encerrados a los hijos, impidiéndoles el contacto con el mundo exterior. Canino tenía dureza y profundidad; también una depurada estética. Aquella combinación entre un cierto lirismo visual y los primeros planos de perversión y brutalidad se mantuvo en los posteriores trabajos de Lanthimos; el filme Langosta ahondaba en la reflexión acerca de la violencia y el amor en un contexto distópico, perturbador y agobiante, donde el emparejamiento obligatorio formaba parte esencial del ordenamiento social.
Pobres criaturas, sin embargo, es otra cosa. Vaya por delante que me gustó, y que la interpretación de Emma Stone es maravillosa. La peli, que al parecer es una adaptación de la novela homónima del escritor escocés Alasdair Gray, tiene un atractivo planteamiento de cuento gótico alejado del realismo, pero las virtudes de Lanthimos, que fueron las que le encumbraron, aquí se diluyen. Ocurre lo que tantas otras veces: que cuando un buen director de cine tiene a su disposición todos los recursos de la industria cinematográfica estadounidense, o global, pierde personalidad, complejidad y profundidad.
Las concesiones, ignoro si obligadas o voluntarias, que estropean Pobres criaturas no llegan a hundirla, pero la dejan bastante tocada, especialmente para los que hemos admirado otras obras del cineasta griego. En primer lugar, resulta irritante la pérdida de la excelencia estética de sus anteriores obras. La dirección artística parece un cruce entre Barbie, Disney y Hundertwasser, lo que tiene como resultado, y si me permiten el símil arquitectónico, que en vez de la Sagrada Familia de Gaudí lo que tengamos delante sea la catedral de Justo. En segundo lugar, y esto es más determinante, la película sufre la mezcla entre la ñoñería hollywoodiense y la corrección política (que supongo que ahora también es hollywoodiense). ¿Era de verdad necesario ese final feliz? ¿Aporta algo la absolutamente artificiosa preocupación por los pobres de la protagonista? ¿Su largo despertar debe culminar como una peli de sobremesa de los ochenta, con Bella tomando el té en el jardín con un séquito de amante/amiga/criada a su servicio?
El cine de Lanthimos siempre ha cuestionado la sociedad con sutileza. Su carga política es poderosa precisamente porque no explica demasiado, sino que usa el absurdo y la perplejidad en sus argumentos para enfrentarnos con nuestros códigos morales e ideológicos. En cambio, esta ambiciosa producción está bastante alejada de la excelencia. A pesar de que empieza de manera prometedora, con una Bella seductora, hilarante y salvaje, llegamos al final con la protagonista convertida en una princesa Disney algo averiada (cómo no, la película está distribuida por Searchlight Pictures, una filial de The Walt Disney Company) que encauza su carácter anárquico hacia una correctísima postura.
Sabemos que el cine comercial global vende la ideología dominante (y no porque le importen las ideologías, sino porque busca vender), pero llama la atención que Lanthimos haya aceptado que su película acabe con el mensajito de que la liberación de la mujeres consiste en tener amigas negras que te lamen el coño (esto es tal cual) para demostrar que no se es racista, y donde el triunfo no consiste en desarrollar una conciencia crítica afinada, sino en la conservación de una posición social dominante en la que no falta ni el jardincito suburbial.