2023

Elvira Navarro
Desde que estoy en la década de los cuarenta me asalta un recuerdo de cuando tenía cinco o seis años. Era verano, yo jugaba a pasar por una cortina de tiras de plástico en casa de un primo de mi edad. La cortina estaba en una puerta que daba a un patio. Allí tendía la ropa su abuela. Éste le preguntó: “Abuela, en el 2020, ¿cuántos años tendré?”. Dejé quieta la cortina, pues la respuesta me interesaba mucho. Si el paso al siglo XXI me era entonces inimaginable, plantarle veinte años más me dejaba petrificada. Me sonaba a invocar un tiempo donde yo ya no existiría. Tampoco mi primo, y menos aún aquella abuela que todavía era joven, que debía de tener cincuenta y muchos o sesenta y pocos. Para mi sorpresa, ella, tras echar los cálculos con los dedos de la mano, dijo que en el 2020 mi primo y yo tendríamos cuarenta y dos años. Aquello me dejó perpleja. Esperaba que dijera que estaríamos muertos, pero la mujer aseguraba que tendríamos la edad de mis padres en aquel momento. Tuve la impresión de que la vida de una persona era larguísima, casi eterna, y supongo que, si conservo aquel recuerdo, fue por su carácter revelador. Concebí de repente la existencia como un laberinto temporal, con pasillos inesperados tras curvas que siempre parecen ser las últimas. Mi primo, por cierto, nunca llegó a cumplir cuarenta y dos, y ahora este recuerdo se ha teñido de amargura.
En estos días he estado leyendo Prosas apátridas del escritor peruano Julio Ramón Ribeyro, un libro que reúne textos cortos de carácter digresivo, muchos de ellos crepusculares porque Ribeyro, que murió en 1994 tras muchos problemas de salud, tuvo una conciencia temprana de la propia finitud. En uno de esos textitos el escritor peruano apunta que, en la niñez y en la juventud, cada año suma, mientras que, a partir de la madurez, el paso del tiempo se va convirtiendo en una implacable resta, al menos de lo que queda por vivir, si bien él lo decía en un sentido más general. Ribeyro es el autor de una de mis nouvelles favoritas, Sólo para fumadores, una novela corta, o relato largo, de carácter autobiográfico en el que cuenta su adicción al tabaco y la convierte en una paradójica historia de amor y superación. El vicio le lleva a padecer una terrible úlcera de estómago y un estrechamiento del esófago que le hace acabar en una clínica al borde de la muerte, en la que le cortaron «como una res» y le cosieron «como una muñeca de trapo». Rodeado de moribundos a los que se les obligaba a subir de peso para abandonar aquel funesto lugar, Ribeyro se dio a sí mismo por acabado («Me estaba pues muriendo o más bien “dulcemente extinguiendo”, como dirían las enfermeras», afirma el narrador hacia el final del relato). Sin embargo un día, frente a su ventana, vio a unos fornidos obreros en la pausa del almuerzo, sacando apetitosas viandas de sus tarteras, bebiendo vino a morro y, sobre todo, fumándose unos pitillos en la sobremesa. «Esa visión me salvó», asegura. «Fue a partir de ese momento que estalló en mí la chispa que movilizó toda mi inteligencia y mi voluntad para salir de mi postración y en consecuencia de mi encierro. No deseaba otra cosa que reintegrarme a la vida, por ordinaria que fuese, sin otro ruego ni ambición que poder, como los albañiles, comer, beber, fumar y disfrutar de las recompensas de un hombre corriente pero sano».
Sólo para fumadores es, además de una obrita fabulosa, un ejemplo de esos pasillos inesperados que aparecen tras esa curva del laberinto que parece ser la última. Una metáfora de la vida. Recomiendo su lectura para este final de 2022 o comienzos de 2023, que no sé cuándo se publicará este artículo.
Feliz año.