Desde que tenemos conciencia, noticias o relato (también llamado Historia) del mundo, sabemos que anduvo siempre enloquecido, demente, y que la guerra es la máxima expresión de una lógica regida por la separación o división. El mismo proceso de individuación de las personas consiste en separarse de lo indeterminado (ese extraño lugar del que procedemos, para algunos un misterio sagrado y para otros simples átomos) para adquirir personalidad (identidad) conforme se crece. Para ser rubio y no moreno, rico y no pobre ni clase media, extrovertido y no introvertido, flaco y no gordo, sedentario y no deportista y un largo etcétera donde, al igual que ocurre con el conocimiento, sabemos de una cosa porque se distingue de otras: la luz de la oscuridad, la alegría de la tristeza. Yo soy andaluza porque no nací ni en el País Vasco, ni en La Mancha ni en Galicia. Lo que somos está rodeado de lo que no somos, y afirmarlo consiste a menudo en negar al otro, perdiendo la conciencia de nuestra copertenencia: lo que no somos está también en nosotros, porque sin eso no nos reconoceríamos. Sin embargo, no lo percibimos como propio, sino como una amenaza. Y las amenazas a lo que somos, a lo que es nuestro, hay que exterminarlas. Esto funciona en escala pequeña y grande: criticamos, por ejemplo, a quienes no piensan ni actúan como nosotros (en nuestro delirio, incluso pueden parecernos malas personas). Y si somos una superpotencia y vemos amenazado un territorio que consideramos nuestro, hacemos una guerra

Muchos sabios y maestros se han retirado del mundo para obtener una visión superior, es decir, han renunciado a creer en el mecanismo que lo rige como una fatalidad u orden inamovible, y en ese retiro se han iluminado. Iluminarse no es otra cosa que poner luz; la visión superior no guarda relación con ninguna “aparición” a la que sólo unos pocos seres especiales (“iluminados”) tienen acceso, sino con tomar distancia de los acontecimientos para no estar cegado por ellos y obtener, a cambio, un discernimiento sobre los mismos. Como quien, en mitad de una pelea enconada, es capaz de renunciar a sus armas y a su deseo de ganar y se retira para ver por qué y para qué pelean, y sobre todo si tiene sentido y no habría una manera feliz de resolver y vivir.

La desgraciada guerra que está teniendo lugar ahora en Europa me ha pillado leyendo a uno de estos sabios que decidió apartarse de los valores de su mundo, que son todavía los nuestros, para tratar de encontrar una forma distinta de habitar el planeta. Me refiero a Henry David Thoreau, que se retiró durante dos años, dos meses y dos días a una cabaña que él mismo construyó junto al lago Walden. De la experiencia escribió un diario a veces muy lírico, otras ensayístico y casi siempre espiritual que constituye una de las obras capitales de la literatura estadounidense. En Walden encontramos una larga y maravillosa demostración de cómo el ser humano es capaz de vivir de acuerdo con unos valores más respetuosos consigo mismo y con el medio ambiente. No se trata pues de una simple disertación, sino una prueba o experimento que Thoreau lleva a cabo en sí mismo, y cuyo resultado es el cuestionamiento en profundidad de la servidumbre y la infelicidad producidos por un sistema cuyo valor fundamental es la acumulación material o mera ganancia.