Y tú, ¿ya lo has pasado?
Laura Furones
Algo hay en la mente humana que nos incita a catalogar a las personas: están las simpáticas frente a las antipáticas, las rubias frente a las morenas, las estudiosas frente a las haraganas. Hace apenas unos meses, descubrí que, en realidad, solo existen dos tipos de personas: las que lo han pasado y las que no. O, para ser más explícita, las que aún no lo han pasado y las que ya lo han hecho. La línea que separa ambas categorías es efímera, pues que todos terminemos en la segunda es simple cuestión de tiempo. No solo no se elige, sino que no se puede evitar. Llega siempre.
He perdido a mi padre. Nunca pensé que escribiría sobre esto, y menos aún que querría descubrir el dolor de otras personas ante pérdidas similares. Pero es que están, estamos, por todas partes, siguiendo adelante con nuestras vidas como podemos, agarrándonos a los recuerdos y al presente con igual intensidad y descubriendo nuevas maneras de ser que a la vez se antojan muy antiguas, en una suerte de imposible regresión hacia adelante. Ahora, cuando camino por la calle, intento adivinar a qué categoría pertenece cada persona con la que me cruzo. A primera vista, resulta más complicado que diferenciar entre una persona con o sin gafas. Pero lo intento. Persigo saber quién lleva dentro ese vacío inabarcable, y si eso se puede concluir a partir de una mirada o de una forma de caminar. Están, estamos, en las paradas de autobús, en los mercados, en las salas de cine. Respiramos y nos late el corazón. Somos iguales de visibles (y de invisibles) que el resto. Pero, para nosotros, la vida ha cambiado. Al traspasar esa línea volátil, hemos aterrizado en un mundo que se parece al que conocíamos, pero en el que tenemos que aprender a encajar de nuevo, como un tablón de madera hinchado por el agua.
Los duelos llegan sin libro de instrucciones y con la dificultad añadida de ser asuntos que, por sensibles, acaban rodeados de soledades. Por no herir, por no errar, por no poder, callamos. Y es ese silencio el que resulta verdaderamente mortal. Un silencio al que ahora me doy cuenta de haber contribuido cuando gente a la que quiero ha perdido a los suyos. Una visita sincera al tanatorio, llamadas y mensajes decrecientes a lo largo de unas semanas, y a seguir la vida. Pero no, la vida no sigue. Aquella vida, al menos.
De ahí que haya querido escribir sobre un tema tan íntimo, aun a riesgo de que resulte inútil y no proporcione ningún tipo de consuelo a nadie. En realidad, no lo hay. Pero sí he descubierto la importancia de tejer un cuadradito de esa enorme manta que a todos ha de arroparnos en algún momento de nuestras vidas. Una manta que, para mí, tiene nombres muy concretos, y también rostros sin nombre: el vecino que me sonríe al ceder el paso ante una puerta, la anciana que saluda desde el portal de enfrente, el pícaro que me guiña el ojo detrás de una mascarilla en el colegio. Es esto lo que impulsa hacia delante. Es este el famoso “la vida sigue”.
Porque sí, hay vida después de la muerte. La de quienes seguimos aquí. Y la de quienes siguen reflejando luz, como lo hacen las estrellas que siguen brillando pese a haber dejado de existir. Como lo hacen las que guían a los navegantes. Y a los Reyes Magos.
Laura Furones es hija de Miguel Ángel Furones.