Arder de ardor
Laura Furones
Acaba de empezar la ópera y a Don Giovanni ya se le termina el tiempo. Al intentar añadir una nueva conquista a su extenso catálogo, la de Donna Anna, se ha topado con el padre de ella, el Comendador, quien le ha herido de muerte. Unas horas, unas horas apenas, y dejará de ser. Su cuenta atrás ha comenzado, y él es perfectamente consciente de ello.
Quien más, quien menos, se ha preguntado qué haría si supiera que le queda poco tiempo de vida (curioso ejercicio por otra parte, dado que la muerte suele presentarse sin solicitar cita previa). Una de las muchas cosas que hace de Don Giovanni un personaje magnético, tanto sobre el escenario como visto desde el patio de butacas, es que su respuesta al respecto es clara: hará lo de siempre con la determinación de siempre, sin poner o quitar una coma al guion de su propia existencia. A Don Giovanni se le pueden echar en cara muchas cosas, pero a perseverancia en su objetivo vital no es posible hacerle sombra. Frente a eso, los lugares comunes del tipo “dejaría el trabajo, haría un viaje, pasaría más tiempo con los míos, le diría por fin a esa persona que siempre la he querido” se antojan un recordatorio estremecedor de lo habitual que es postergar vivir. Existe incluso el riesgo de no llegar a tiempo.
Asunto aparte, y bastante más peliagudo, es eso a lo que Don Giovanni nunca renuncia: su listado de conquistas es tan amplio que revela una compulsión mucho más allá de lo mentalmente estable. Don Giovanni es un depredador sexual compulsivo, que simplemente no es capaz de gestionar sus ardores, y que ni siquiera se detiene a racionalizar mínimamente sus acciones. La satisfacción inmediata cobra en él un sentido casi dramático, de inexorabilidad, de cárcel de oro: por muy heroicas que parecieran sus entonces sus conquistas (hoy día, muchas recibirían otro nombre, y no aguantarían un mínimo análisis de género), Don Giovanni es, en toda honestidad, un hombre sumido en una profunda soledad, que se aferra al presente a través de una conexión más o menos consentida y más o menos carnal con mujeres de toda clase, de cualquier clase. En ningún momento se arrepiente de un comportamiento a todas luces patológico y sin duda inexcusable, y ello desemboca en su condena final a arder en el infierno. ¿Lección aprendida? Por supuesto que no; no en su caso. Para que no quede atisbo de duda, ni siquiera acepta la redención que se le ofrece al final de la obra. Por qué hacerlo, debe pensar él, si sus actos no son su responsabilidad. El problema no lo tiene él.
Se podría tirar de refranero y concluir con aquello de “que le quiten lo bailado” (u otros verbos más explícitos). Pero la indudable paradoja es que toda la intensidad con la que vive Don Giovanni se resume al final en un listado de mujeres, muchas olvidadas, a las que nunca ha conocido, y mucho menos amado. El hombre que quería vivir intensamente muere sin haber penetrado en la vida más allá de la piel.
Laura Furones es directora de Publicaciones, Actividades Culturales y Formación del Teatro Real.
Don Giovanni se representa en el Teatro Real desde el 18 de diciembre hasta el 10 de enero.