¿Una ópera sin voz?

Laura Furones

Laura Furones

Rusalka pierde el habla. Es el precio que tiene que pagar ella, ninfa acuática, para poder acercarse al mundo terrenal en el que vive su amado príncipe. Ni se lo piensa: el amor puede con todo. O eso le han dicho; eso nos han dicho a todas. Rusalka sale del lago en el que vive con ese amor como único asidero, renunciando a su hábitat natural para poder convertirse en mujer. Solo así, adquiriendo una apariencia femenina, sexual, complaciente, puede aspirar a ser deseada.

¿Qué pensaría la embelesada Rusalka que es el amor de un hombre? Hasta que abandona el lago, su único referente masculino ha sido Vodník, un padre de una probada bipolaridad emocional y con grandes dotes para la cólera, que además no concibe que su hija favorita se aleje un día de su lado. De hecho, la repudia sin miramientos cuando ella le confiesa sus anhelos. En cuanto a la referencia femenina, la bruja Ježibaba (figura vista como una tía, o incluso una madrastra), baste decir que, aunque es ella quien le concede su gran deseo, pergeñando su metamorfosis humana, también es quien la enmudece. Del amor y su verdadera naturaleza, Rusalka posiblemente haya sacado conclusiones bastante dudosas.

El personaje de Rusalka ha sufrido todo tipo de mutaciones a lo largo de su historia, algunas aterradoras, azucaradas otras. Si en ocasiones se presenta como un ser casi demoníaco que vive en el fondo de los lagos y cautiva a los hombres para después ahogarlos, en otras se nos aparece como una inocente víctima de deseos imposibles. En la ópera que le dedicó en 1901 Antonín Dvorák, la pérdida de voz que sufre alcanza un simbolismo imbatible: en una fábula que se cuenta cantando, ella permanece muda. Así, sin voz y sin palabras, inicia su propio via crucis terrenal. Sí, el príncipe se enamora inicialmente de ella. Pero lo visual tiene su límite (en los cuentos de hadas y en la vida real), y la incapacidad de expresarse con palabras le pasa factura. La novia muda es desbancada por una aspirante mucho más locuaz –y, podríamos decir también, mucho más preparada para cumplir las expectativas de un hombre de edad y hormonas casaderas–. Rusalka se ve obligada a volver, fracasada, a su casa, que ahora es aún más hostil que el mundo terrenal al que nunca se supo adaptar. A pesar de ello, es capaz de resistir las presiones de Ježibaba, empeñada ahora en que se vengue del príncipe como única consecuencia posible a su despecho.

Es aquí donde Rusalka demuestra su verdadero poder. No, no hay espacio para la venganza en su corazón. Su amor sigue vivo, sea o no bien recibido. Cuando el príncipe vuelve a ella, arrepentido, el perdón llega generoso. La maldición se rompe. Se explican, se perdonan, se besan. Su amor se hace real al ser nombrado, y se hace viable desde el momento mismo en que Rusalka deja de tratar ser quien no es. “Fueron felices y comieron perdices”. Pero, sobre todo, fueron ellos mismos. De los silencios de Rusalka surge una nueva voz. La suya.

Rusalka’ se representa en el Teatro Real desde el 12 hasta el 27 de noviembre.

Laura Furones es directora de Publicaciones, Actividades Culturales y Formación del Teatro Real.

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