Hipérboles
Elvira Navarro
No sé si es cosa mía, de la época o de que siempre ha sido así, pero los términos del debate público son tan hiperbólicos que acabo por no creerme nada, por pensar que tanta alarma sólo esconde tendenciosidad, incapacidad de análisis y deseo de tener razón a toda costa. El efecto de la exageración es el de las plañideras: tantos golpes en el pecho y gritos de dolor acaban dando risa. También pasa lo que en ese cuento que nos contaban de niños para que no mintiéramos, Pedro y el lobo. ¿Lo recuerdan? Iba sobre un pastorcillo que se aburría tanto que, para divertirse, decidió pedir socorro alegando que venía el lobo. Por dos veces la gente fue a socorrerlo y se enfureció al descubrir que era broma, y cuando Pedrito pidió socorro por tercera vez, ya en serio, nadie acudió y el lobo se comió sus ovejas. ¿No tienen la sensación de que, cuando aparezcan de verdad los lobos, serán incapaces de creer en la voz que dé la alarma?
Venimos de meses en los que se ha acusado sin el menor sonrojo al gobierno de Sánchez de ser una dictadura y de dar un golpe de Estado (y sí, está mal lo que está haciendo con Puigdemont, pero la Constitución permite hacerlo). De años de una dialéctica según la cual hay una dictadura de lo políticamente correcto (y sí, la corrección política condiciona demasiado y nos vuelve mansos, temerosos y hasta imbéciles, pero nadie te mete en la cárcel por ser incorrecto, al menos de momento). Hay un montón de bobos que sostienen que está gobernando el socialcomunismo, cuando en España hace décadas que el comunismo ni está ni se le espera, y de lo social solo hay migajas porque ni siquiera la izquierda está solucionando el problema de los sueldos, la vivienda, la educación y la sanidad. Nos advierten sobre el fascismo y, desde luego, hay una extrema derecha que parece estar ganando el pulso, pero es prosistema, mientras que el fascismo persigue, al menos en sus intenciones, la autarquía. De un lado hay un discurso donde basta con ser emprendedor y muy trabajador para que te vaya estupendamente bien, y del otro se esgrime un victimismo absoluto según el cual el individuo carece de toda responsabilidad, el mérito no vale nada y todo depende de cuán privilegiada es la cuna en la que se ha nacido. Y en estos meses estamos asistiendo a un genocidio en directo sobre el que, si se protesta, te cae encima una acusación retorcida y maligna, la de antisemitismo, amparada en este desvarío dialéctico donde no importa que lo dicho no responda a realidad alguna, sino su capacidad de manchar, de destruir la credibilidad moral de quien señala injusticias. Incluso los presidentes de países con armas nucleares se han envalentonado, y asistimos a un irresponsable intercambio de amenazas entre Macron y Putin.
Nos puede parecer que el fin justifica los medios (dialécticos), pero la palabra también es acción, y si pretendemos que el mundo sea mejor para todos, a lo mejor hay que tener más cuidado de lo que hacemos con las palabras que gastamos, porque el verbo a veces sí se hace carne.